Salgo a la noche porque hay poco tráfico y puedo llevarla suelta. Mi trayecto hacia el kiosco por un chocolate se ve interrumpido por una llamada. La perra husmea el tronco de un árbol, la chica del maxikiosco hojea distraidamente una revista.
—¿Estás adentro? Metete adentro ¿No viste las noticias?—dice mi hermana, alarmada.
Las noticias. No, nunca las miro, menos en vísperas de elecciones. Todo está tranquilo, algunos grillos están felices, los gatos barcinos de doña Clara miran desde la ventana del segundo piso.
—¡Están saqueando! Vinieron dos colectivos llenos de gente desde Buenos Aires y van a saquear los negocios, los supermercados, ¡todo! Metete adentro ahora mismo.
Ah, por Monesvol, qué cosa esa de que vengan desde capital a saquear a este pueblo del culo del mundo, como dijo Gardel, el culo del mundo. Seis horas de viaje pasando por múltiples localidades, Santa Fe de por medio, para venir a saquear acá. Vaya vocación la de los saqueadores. Quién les pagará la nafta. Todo eso pienso en una milésima de segundo mientras ella ya soltó más información toda junta y apelotonada, datos inquietantes que empiezan a hacerme efecto y noto que, si su objetivo es salvaguardarme, más bien me está demorando en medio de la calle. Así que le digo que gracias por la preocupación y que voy a comprar el bendito chocolate así puedo regresarme a la casa. Que me llame al rato. Me corta y elijo a las apuradas uno con mani. Cuando voy a pagar, un sujeto se acerca de improviso y pego un brinco.
—Disculpá, es que me acaban de avisar que hay gente jodida dando vueltas, me asustaste.
El sujeto se ríe, compra una bolsa de carbón para hacer asado y se va. Yo me alegro de no haber sacado el spray casero de gas pimienta. Arde, de verdad arde. Una vez se lo rocié a la cuzca endemoniada que me muerde cuando se la olvidan afuera, y el viento, que venía en contra, me lo fregó en los ojos. Sabe Monesvol cuántas veces intenté ganarme la simpatía de esa cuzca, pero está posesa y tiene obsesión con mis tobillos.
Meto la mano adentro de la campera y aferro el tubito. Mi hermana no para de mandarme audios convocantes de sujetos que incitan a meterse al Top y al Vea a las doce de la noche. Entre medio de cada audio, graba uno, enferma de rabia. Dice que se filtran, pero parecen haber sido hechos deliberadamente para circular. Unas voces que se comen las S y las R exagerando el lenguaje marginal como en un show de ese cantante que ya sabés. La anticipación con que se citan es contraproducente a los efectos, pone en aviso a las fuerzas de seguridad. Me llega un video de dos camionetas de la policia y efectivos rodeando uno de los supermercados. Por supuesto.
Entro a casa y, contrario a una persona normal, que dejaría a la perra de guardia en el patio, la meto para protegerla de cualquier zombie saqueador que se le ocurra treparse los cuatro metros de paredón del galpón lindero y quiera darle con un palo. Porque, vamos, corren más audios advirtiendo que también se van a cargar domicilios. No sé quién es la gente que habla, pero la histeria predomina. Más voces, ahora de tono monótono y controlado anunciando que a las doce arriba gendarmería y que tienen orden de tumbar. Otro dice gatillo fácil. Tum-bar. Tum-¡bar! repite uno, acentuando las sílabas para que te quede claro que si no te quedás adentro te van a pegar un tiro.
Los de la distribuidora de golosinas de enfrente suben como hormigas las cajas de mercadería a las camionetas, adelantándose. Luego bajan la reja y se quedan de guardia. Los vecinos caen en apoyo, pero a la hora se van dispersando porque no vuela una mosca. Por fin no queda nadie. Quince minutos después observo que los dueños descargan colchones de una de las chatas. Así que dormirán ahí.
Me pongo a leer un trecho más de Naranjas amargas, de la Fuller. Apago la luz. Tardo en dormirme aunque el silencio me arrulla y la gata se ha subido a sus anchas sobre mi pecho. Vienen desde Buenos Aires porque allá no debe haber suficientes mercados que saquear, pienso, seis horas de viaje para venir al culo del mundo. Es que todo esto, siempre, me deja la impresión de una vela chica soltando el humo denso de un volcán. Algo como lo del cuento de García Márquez, ese en el que algo muy grave iba a suceder en el pueblo.
A las tres de la mañana me despierta un ruido de desplomo en la cocina y me levanto de un salto. Como no dispuse ningún objeto que pudiera servirme de defensa, agarro la zapatilla, como quien va a darle a una cucaracha, y voy con cautela al encuentro con lo desconocido. Entre el comedor y la cocina he colocado una cortina para que separe los ambientes, me valí de un caño extensor de los que se usan para el baño. Esta noche, la perra ha dado demasiadas vueltas en su colchón y ha enrollado la cortina.
El caño está derrumbado en diagonal y la cortina se pliega hacia un costado. La colita marca un toc toc rítmico sobre la lona del colchón. |