En cinco minutos o más, Parré será llamado por las bocinas del hospital. Su apellido es extraño, tiene evocaciones francesas que parecieran distinguirlo. Pero nada lo ata a esas tierras lejanas. Fue su padre, hombre mal encarado que cuando lo fue a inscribir al Registro Civil no pudo pronunciar su apellido y en vez de eso, un sonido extraño se le escapó desde ese túnel siniestro de su boca que denunciaba la ausencia de dientes. El oficial escuchó Barre, pero acentuado al final se la jugó por Parra. Pero como le continuaba penando esa acentuación final, cambió a Parré. Y así, este señor humilde que no se complicó con este asunto ni realizó gestiones cuando mayor para poner su apellido en regla, se quedó sin su parte de la herencia y poco le importó porque sus tres hermanos tenían más necesidad de ella.
Transcurridos los cinco minutos y un poco más, nada ocurrió. Los pacientes deambulaban por el pasillo, algunos arrastrando sus miserias, otros, ufanos e indiferentes. Las sillas de ruedas rechinaban al pasar raudas hacia algún destino portando señoronas infladas y cariacontecidas. -Es triste llegar a viejo, pensaban los que aguardaban.
-Triste es pues. Y más triste llegar a anciano y pobre.
-Yo la conozco a ella. Atendía un puesto de frutas en la feria. Era bien buenamoza cuando joven y tanto que se echó a perder con los años.
-Los hijos, pues. Los hijos y la mala alimentación. No sé por qué, la pobreza infla a los pobres como cabritas en el horno.
-Es que comen mal. O tragan lo que pueden.
Parré, que pudo ser Parra a no ser por ese oficial poco advertido, escucha los diálogos y bosteza. A él no le tocan estos comentarios vertidos por sus vecinos ya que es flaco como una aguja y entre aburrido y expectante, otea las puertas por donde aparecerá la auxiliar que pronunciará su nombre. Pero nada sucede y otras personas son llamadas por la voz altisonante de la mujer.
Le duele algo impreciso en el bajo vientre a Parré. Como a sus ochenta años conserva su soltería, siendo bastante frugal en sus costumbres, le inquieta esta molestia, considerando que, a sus años, jamás vio médico porque nunca requirió de ellos. Esta vez fue distinto, porque hablan tanto de esa enfermedad que es similar a un rápido acuoso que conduce indefectiblemente a una cascada que es el final de todo. Teme pronunciarla, pero a cada rato se le asoma en sus cavilaciones, sobre todo cuando orina e imagina que el escaso líquido gotea entre rechinos y rojeces que nada bueno pronostican.
Pero no lo llaman. Y hombre tímido, aguardará paciente en ese banco que se le clava en sus posaderas de lo duro que es.
Nunca tuvo novia, pero más de alguna le echó el ojo en su juventud. Arisco, de pocas palabras, rehuía cualquier trato con las féminas y se enrojecía cuando alguna le sonreía. Su padre se extrañaba con ese apocamiento suyo y a veces le reprendía por ser tan pajarón, tomando en consideración que a él no se le escapaba ninguna y hasta las llevaba para la casa para que su señora los atendiera. -Viejo lacho, viejo sinvergüenza- pensaba para sí la pobre mujer, sirviéndoles a él y a la querida de turno, pero muriéndose por dentro, porque le temía, porque lo odiaba y sin embargo, tener techo y comida para sus hijos era más importante.
Quizás esto mismo repercutió en el subconsciente de Parré, acaso odiando a esas mujeres que llegaban como invitadas, contemplándolo algunas con gestos extraños, acaso de pena o de burla. Y por lo mismo, porque la mente se refocila en incursionar por senderos sinuosos, es posible que ese poco interés por las féminas fuese sólo una reacción suya ante esas mujerotas que invadían su hogar.
Y ahora, soltero y sin descendencia, sin ningún Parré de su carne que lo ayude en su caminata o que le alivie sus días, aguarda expectante que su nombre por fin sea pronunciado por esa funcionaria.
Cuando el viejo Parra se murió, su madre por fin descansó. Porque el hombre no se corrigió nunca e incluso en sus noventa años, continuaba echándole el ojo a las muchachas. Lo mató el trago, su vida licenciosa y muchos amaneceres partiendo a sus pesadas labores.
-¡Don Juan Parré!- llamó la auxiliar y se levantaron tres señores, aparte del verdadero Parré, porque los demás escucharon Parra. ¿No serían parientes suyos esos señores? se preguntó mientras enfilaba sus huesos hacia la consulta. Todo era posible, con ese padre que le había tocado en suerte.
Al final, exámenes de rigor, calmantes para el dolor y la mirada indescifrable de la doctora, ya habituada a esa rotativa quejumbrosa de seres de gestos entre sumisos y temerosos.
Madrugará alguna de esas mañanas neblinosas para que le realicen esos exámenes y su sangre llevará los códigos secretos que dictaminarán si lo suyo es de cuidado o sólo requiere algún tratamiento. A sus ochenta años, poco espera de la vida, acaso algún golpe de suerte en los caballos, una mirada amable y un pan para complementar esos desayunos solitarios frente a su tele. Nada más aguarda este Parré que pudo ser Parra.
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