Solo, machete en mano pica la fronda, verde carne que le cierra el paso y que ensombrece el sendero. Manotea el tufo caliente, casi un caldo de mosquitos, que se apelmaza, golpeándole el rostro. Sus ojos ansían desesperados la luz; sus pulmones jadeantes, el aire; su boca quemada, el agua. El turbio lodazal bajo los pies lo succiona, le devora las zancadas; extenuado bracea instintivamente y el hierro filoso obedece ciego en su pelea con la verde maraña. La obligación de su atroz viaje es, hasta el fin, intransferible. Tal vez, y en contra de su creencia, el camino ha decidido por él. «Por consiguiente soy un condenado» se dice; pero de inmediato reconoce falsa su conclusión: todo destino no elegido y necesario invalida la idea de condena.
Una certeza alienta sus fuerzas: le esperan, allá, en el claro desnudo, en la encrucijada sin espesura, ellos. Ya se anticipa la luz en las vetas de las fronda rasgada; ya se entrevé en el dosel ralo, el azul celeste; ya alivian las rachas de aire fresco, el ardor de su tez enfangada.
Cuando al fin la entraña vegetal lo pare exhausto al otro lado, sus ojos cocidos por la luz hiriente no descubren en las suaves siluetas que se le acercan, traza humana alguna. Esas sombras a contraluz extienden, lo que parecen, trémulas manos solícitas hacia su cuerpo yaciente; lo palpan, lo tantean, lo exploran. Son los desconocidos que siempre amó: los venideros. Entonces prueba a hablarles, pero lo que brota de sus labios es una ininteligible jerigonza. Pese a todo, una extraña felicidad le embarga.
Es tarde: ya languidecen sus sensaciones, ya se sublima su carne, ya se eleva disperso en el aire, ya se hace incorpóreo y allí, en el remanso de luz, los abandona. Tan solo les deja el machete como vestigio de la historia de su lucha y como testigo que, aunque ahora duerme, pronto espejeará su hoja apremiando a otro a que lo empuñe para recomenzar el atribulado viaje a través de la jungla, hacia el infinito.
David Galán Parro
3 de agosto de 2022 |