EL ESPEJO Y YO
El espejo de la sala es como de la familia, acaso en él habitan todos nuestros difuntos que alguna vez se miraron en su ya centenario vidrio. Es grandote, como de dos metros de altura y es un obrero más de la casa, como la silla o la cuchara, y desde su primer día de trabajo, es implacable filtro de las salidas, pues nadie sale sin su permiso, nadie hasta no vernos con la ropa planchada o bien peinadito el cabello.
El espejo y yo nos queremos mucho porque todos los días nos hacemos favores: saca pecho porque siempre luce reluciente gracias a que lo aseo cada mañana y él, por la medianoche (cuando todos duermen) me deja mirar a mi entrañable tío Jorge, quien fuera hermano de mi madre, asegurándose que su corbata roja no esté chueca y saludándome con la mano; también me permite observar a mi querido Esnupi, perrito bigotón que murió aplastado por una avalancha de cemento por descuido mío, él me mueve su cola y se me acerca como queriendo (como antes) acariciarme las piernas con su cabecita; pero el mejor regalo que me da el espejo, es ver a mi amada abuela Rosa en su cristal impecable y generoso, algunas veces acomodándose el abrigo o abotonándose la blusa y en otras más, polvoreándose la cara o poniéndose ganchitos en su pelo, para después sonreirme y extenderme sus brazos, y yo también extiendo los míos para abrazarnos felices un buen rato, y tantas veces hasta el amanecer, antes que despierten todos en casa y se puedan asustar.
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