La perdía, eso ya era inevitable. En medio de una fiesta y de otras parejas, ella y yo bailábamos al ritmo de una melodía lenta de ésas que invitan a las confidencias y al amor. Sostenida entre mis brazos, su rostro muy cerca del mío, la miraba directo a esos ojos marrón oscuro que tanto me gustaban; pero en ellos no había nada que me dijera que aún me quería, solo mostraban indiferencia. Aun así, me dijo con voz suave casi al oído: “cántame nuestra canción”. Tan profundo era el sentimiento de tristeza y desamparo que me embargaba, que apenas atiné a balbucear algunas frases desacompasadas. Comprendí que era la última vez que podía tenerla tan cerca. Aguantándome el dolor, quise guardar algo de dignidad. “¿Puedo darte un último beso?” “Sí”, respondió simplemente. Y me hundí en la humedad de sus labios, poniendo en aquel beso todo lo que mi alma sentía por esa mujer. Fue una noche terrible. Me quedé sin ella, con el corazón roto y una amarga soledad.

Dicen que el amor es ciego. No es cierto. Yo veo perfectamente.

El hombre pulsa la cuerdas de su guitarra y las notas conforman una melodía triste, melancólica. En el aire, al unísono de la música, se va perfilando el rostro de una hermosa mujer que mira hacia la lejanía y que parece añorar algo. Cuando la última nota de la guitarra termina, el rostro de la mujer se esfuma, como se esfuma el humo de un cigarrillo.