Durante años y desde muy niño, siempre que el agua fría resbalaba por mi cuerpo desnudo, escuchaba de boca de mi madre aquel lapidario dicho que resolvía el misterio de mi encendida negativa a ducharme: «¡Por el amor de Dios! ¿a qué lloras tanto? ¡Ni que fueras de secano!». Y de secano, en efecto, éramos, pues arribamos a esta isla desde una calurosa región del interior del país, generosa en vacas, cerdos, olivos y encinas. El dicho, indescifrable entonces para mí, explicaba también otras peculiaridades inherentes a la idiosincracia familiar: el sobrio aseo matutino que efectuaba mi abuelo de cara, calva, cuello y axilas sobre una descascarillada palangana; las largas caminatas de mi tío por la orilla del pantano bajo un sol de justicia; las contadas ocasiones en que mi madre entró en el mar solo hasta la cintura, por aquello de “no me vaya a entrar agua en los oídos”; el inédito estilo natatorio de mi hermano flotando como un huevo frito en la piscina para desesperación de sus monitores; la intolerable despreocupación con la que mis primos y yo postergábamos el rigor del baño en plena canícula veraniega,… Aquel dicho era, más bien, una compilación de hechos que evidenciaban la congénita antipatía de la familia por el agua.
“De secano” era pues nuestra fatal condición. Por eso, cuando mis padres ejecutaron felices la compra de la casa familiar en la primera linea de playa de un remoto pueblo de la costa isleña, aquello podía interpretarse o como una envalentonada declaración de rebeldía contra nuestra fatalidad, o como lo que realmente era, una desacertada inversión, una caprichosa elección inconsciente.
Uno se cría en un medio, y el medio queda dentro de uno. Lo llevas como pesado fardo a lo largo de la vida. Da igual dónde vayas. Da igual cuántos años pasen. O eso, o es un pedazo del medio, desprendido y transfigurado en tu persona, el que lucha con denuedo por la supervivencia allá dónde se encuentre.
De manera que los soleados días de playa no terminaban de seducir a aquella familia de bárbaros de campo adentro que éramos. No acudíamos al balsámico encuentro con el mar. No nos regalábamos el ocioso momento de secar nuestra piel húmeda al calor de la tibia arena. No respirábamos la brisa marina en largos paseos por la avenida. No aprendíamos el paciente arte de la pesca que profesaban los del lugar. Nada. Parapetados tras los muros de la casa, en una rutina interminable de estudio, trabajo y quehaceres domésticos no nos permitíamos esas distracciones fútiles para nuestros encallecidos sentidos, esos lujos extraños a nuestra naturaleza de secano. Éramos rudos y dignos especímenes de un medio campestre.
Por eso, aquella mañana de llovizna en que contemplaba tras la ventana cómo se retorcía el mar en lucha consigo mismo, me sorprendió ver a mi padre con el bañador de pierna larga y una toalla raída decidido a tomarse un baño. Su repentina convicción no casaba con su carácter intelectual. Y mucho menos en aquellas desapacibles condiciones mañaneras. «Ven conmigo» dijo y me agarró del brazo.
Al salir de casa una ráfaga de viento helado golpeó mi cara. En su arrebato, no previó mi padre algo con lo que cubrirme. Llegado a la orilla me soltó, y sin decir nada, siguió para adentrarse entre las olas que se devoraban furiosas entre sí. Tambaleándose y trastabillándose con las piedras emergidas del fondo arenoso, avanzó en las primeras espumas. La llovizna no daba tregua mientras yo observaba entre aterrorizado e incrédulo aquel desatino. Lo fui perdiendo de vista. Su imagen se redujo a una pequeña cabeza que aparecía intermitente en el encrespado oleaje, ¡qué vulnerable me pareció entonces mi padre! No recuerdo cuánto duró en este lance el buen hombre, pero sí cómo braceó torpemente aprovechando la calma que le brindaban las olas menores, y cómo se debatió entre las aguas turbias que, sin piedad, lo revolcaban una y otra vez, hasta que quedó sentado, exhausto en la orilla. Corrí hacia él y le abracé. A sus piernas se adherían carnosas algas y los flácidos músculos del torso se movían al compás de una respiración entrecortada. Tardó unos minutos en recomponerse, y al cabo de ellos, por sobre el fragor de las olas y el viento me espetó: «Hijo mío,…(tomó aire) tenía que bañarme… Era un desafío que me propuso tu madre si esta noche quería follar con ella. Tú has sido el testigo».
El devenir de los años y la experiencia me harían comprender que la naturaleza tiene su jerarquía de fuerzas, y que en su cúspide no se encontraba precisamente nuestra condición fatal.
David Galán Parro
8 de noviembre de 2021 |