Segismundo Gómez nació en el campo hace ochenta y nueve años. Es el sexto hijo varón de una madre que lo educó como pudo. Su hermano, el séptimo, murió en el parto. En realidad, él no sabe bien qué pasó.
Segismundo aprendió a leer y a escribir a los diez años cuando por fin lo enviaron a la escuela. Le gustaba mucho mirar el cielo, aprendió a dibujar, pintaba las nubes de colores. Trabajó en el campo, luego se mudó a la ciudad, estuvo viviendo en la calle hasta que alquiló una pieza en una pensión. Dice que le fue bien. Trabajó, juntó ahorros, unos amigos lo tentaron y viajó al país del norte para probar suerte. Lavó copas, aprendió oficios y volvió porque extrañaba. Las mujeres le fueron esquivas. Tuvo una casita, cuenta, pero se la usurparon y se quedó sin nada. Los años le llegaron sin pena.
Ahora anda por el patio y charla con todos de lo que a veces se acuerda o se inventa. Yo miro sus manos enormes y su cuerpo flaco, alto y desgarbado. Me lo imagino de joven, pienso que se podría haber convertido en un viejo gruñón que asusta a los chicos. Pero no. Yo lo cuido. Soy su enfermera favorita. Lo abrazo cuando llora y no recuerda quién es. Me dice mamá con ternura y me doy cuenta de que sus ojos de niño han vuelto a mirar el cielo.