El estratega organizó las piezas para que la invasión se hiciera líquida, rotunda y despiadada. Los soldados recibieron las arengas respectivas y bebido fuego para que éste les remordiera sus entrañas y aumentara su valentía. El enemigo aguardaba agazapado en sus trincheras y ni por mucho sospechaba cuál sería la táctica empleada por su adversario. Sólo avizoraba una larga línea de guerreros que hormigueaba sobre el horizonte y sabía que el triunfo o la derrota dependían a veces de la fortuna o de algo no previsto.
Pronto, un vocerío encendió la tarde y luego retumbó la tierra. Los pájaros volaron en todas las direcciones sorprendidos en sus cavilaciones plumíferas. La suerte estaba echada como una alfombra sobre ese escenario y sólo cabía que los movimientos y estrategias rindieran fruto.
El que aguarda, sabe que el ataque será feroz y sólo valdrá mantener el temple, el pulso y la resolución en ristre para no ser arrasado por la avalancha.
El enemigo rompió líneas a cabezazos, acometiendo como lo haría un ciego frente al despeñadero. Ello significó reforzar el boquete y encerrarlos para evitar su furia. Lucha de cuerpo a cuerpo entre alaridos y juramentos, vivaqueo y gemidos de dolor.
Cuando la tarde ya se teñía con su acuarela de rojos, rosados y fucsias, el vencedor era uno solo. El ejército del estratega invencible, abandonaba el campo de lucha con la cola entre sus piernas y los atrincherados, se deshacían en arengas triunfales. Al fin de cuentas, habían ganado por uno a cero y el fantasma del descenso se comenzaba a disipar.