CARRY ON – CAPITULO 1: EL SUEÑO DE BECKY, por Helmut Melo-Quiroga
Basado en “La Carretera”, de Cormac McCarthy
Basado en “Sobreviviremos”, de Octware
Hola, amigos, de vuelta aquí en loscuentos.net, después de un hiatus de varios años. Les comparto otro trozo de mi fic "Carry On", con el ánimo de recibir sus opiniones, consejos y regaños. Siempre será todo bien recibido.
Gracias
Tras un último y profundo suspiro, el chico se limpió el rostro con la manga de la chaqueta. Acomodó sus ropas raídas y como acartonadas por el clima y la mugre, y se apresuró a regresar. El frío de la atmósfera empezaba a llenar las capas de tela que lo cubrían y en su piel empezaba a sentir el filoso diente del helaje, aunque había sido corto el tiempo durante el que se alejó para descansar de la apremiante necesidad que lo despertó del sueño que tenía.
Había sido un sueño precioso. Becky, muy alta y esbelta. Hermosa en un vestido color vainilla adornado con cintas de un oscuro azul, que ceñían la vaporosa tela a las formas preciosas de su cuerpo, lo tomaba de la mano mientras recorrían ese salón tibio, enorme, donde hileras e hileras de estanterías llenas de volúmenes incontables se extendían en todas direcciones, hasta dónde no podía ver si tenían un final en la distancia o un límite hacia arriba.
No había frío alguno en el salón. La sonrisa de Becky iluminaba todo, resplandeciente. Ella no se veía ni siquiera cansada. Sonreía. O por lo menos eso notaba él cada vez que ella lo miraba y hablaban. Mucho hablaban. Tenían que contarse tantas cosas, pero en el reino de lo onírico él no era dueño de las acciones y tenía que vivir todo como un pasajero dentro de sus propios ojos.
Y lo que veía no tenía comparación.
—¿Cómo estás con ella?
de nuevo le había preguntado Becky.
Y él de nuevo bajaba la cabeza porque sentía que no podía decirle que empezaba a adorar esas explosiones sicóticas, ese permanente malgenio, esa necesidad compulsiva de dominarlo todo y manejar todo bajo su control. Él, incluido.
Pero Becky sabía eso, sonreía con picardía y sólo murmuraba, “Mi Abby, ¡Ah, mi Abby!".
Y él no tenía sino ojos para Becky y su corazón empezaba a querer irse con ella. El amor de su vida, la niña de sus ilusiones, convertida en una hermosa mujer joven quizá de la misma edad de Laurie. ¡Qué bello que se le dejara ver así! Y empezaba a olvidar cómo estaba la última vez que la vio.
—Me dirás, ¿Cómo estás con ella?
una vez más, Becky preguntó.
—Como contigo, creo. Pero es raro. Creo que da miedo
había contestado él.
—¿Cómo conmigo? Creí haber sido especial para ti...
Ella no se molestaba en serio. Movía la mano que le daba, con ternura acariciaba sus dedos y lo consentía con cariño. Con la otra mano, se acomodaba los dorados mechones que le caían sobre el rostro, y que brillaban cómo en verdad antes nunca los había visto brillar.
Gracias al cielo ella se rio, porque empezaba a sentir que le iba a reñir. Se detuvieron cerca del centro del salón y pudo ver que a un lado de ellos las estanterías daban paso a un campo, que sólo en las láminas de los libros que leía junto a Becky, eran realidad.
El verde de la grama se extendía hasta un precioso bosque de árboles con copas que estaban en plena florescencia, a juzgar por el multicolor con el que cada árbol en particular parecía querer luchar en atención con el de al lado. Más atrás, desde un cielo de un azul muy, muy claro, las siluetas también azuladas de inmensas montañas hablaban de una primavera imposible.
Él quisiera conocer una primavera…
Era bonito recordar el sueño, pero empezaba a sentirse culpable, como si estuviera haciendo algo que no tenía permitido hacer. Dejó de evocar y caminó más presuroso. Llegó hasta dónde se habían detenido para dormir.
Laurie dormía con una respiración sin ritmo, cómo la había visto cada vez que tenía la oportunidad de verla dormir. Ella se humedecía los labios y seguía durmiendo con la boca entreabierta y él podía entrever los dientes grandes, todavía de niña, enmarcados por los labios hermosamente delineados, casi cubiertos por su negrísimo cabello que le caía por la cara, y las pecas y lunares que sobre todo en su rostro, hombros y espalda, cubrían su piel que a pesar de no haber sido tocada por el sol desde hacía muchos años, aún se conservaba de un canela exquisito.
Se sentó en cuclillas y siguió mirándola.
Así dormida parecía incluso tan joven como él, salvo porque la chica le llevaba casi una cabeza de ventaja en estatura. Se miró sus propias manos. Las acercó a la débil flamita que aún se sostenía en las brasas y pudo percibir claramente el punto dónde la mancha rosa pálido, que ya había invadido por completo sus dedos, empezaba a apoderarse del dorso. Entonces volvió a pensar en Becky. Ella lo llamaba su "hermanito de chocolate".
La mancha blanca, muchísimo más clara que la piel de Laurie, se extendía inexorable y amenazaba con cubrirlo por completo. Quizá así no se distinguiera contra la nieve.
Era una excusa tonta, apenas suficiente para sentirse cómodo con el cambio que estaba teniendo. Se preguntaba cuando cesaría, o si llegaría a hacerlo. Quiso comprobarlo una vez más. Acercó sus dedos a la mejilla de la chica, y comparó. La oscuridad alrededor le impidió calcular bien la distancia y ella dio un pequeño respingo. Se detuvo un momento mientras se obligaba a ver en la penumbra.
Sí, esa mancha era casi blanca, resaltaba contra su propia piel, y la de ella.
Laurie tenía una piel viva, bonita. Algo radiante cuando podían comer suficiente. La suya propia no dejaba de verse sin gracia, partida en dos tonos diametralmente opuestos, o al menos eso pensaba él. Ahora también tenía dos grandes manchas claras enmarcando sus ojos así como bajo la punta de su nariz, alrededor de sus labios y sobre el mentón, cuello y orejas. Pequeñas manchitas, cómo viejas cicatrices, le habían aparecido también en las mejillas y la frente. No se quejaba, pero no era cómo si no le importara. Aún sentía una anticipada nostalgia, cuando pensaba que de seguir así quedaría completamente blanco.
"Mi hermanito de Chocolate". Él suspiró.
Trató de levantar las mantas con el máximo cuidado que pudo para no despertarla, pero eso no evitó que ella le dejara oír un leve gruñido. Se detuvo. Midió el alcance de su acto. Ella no parecía despertarse del todo. Mas suave, sin despertarla. Se fue metiendo poquito a poco entre las mantas, y se acurrucó despacio contra ella acunándose en el espacio que su cuerpo formaba con las piernas recogidas, dónde había estado al despertar, sintiendo su deliciosa tibieza.
Cuidado, sin despertarla. Tomó las mantas y se cubrió con ellas.
Entonces ella movió su brazo, muy consciente de lo que hacía, y de su lado acomodó las mantas contra su espalda, para no perder el calor que se había tardado en ganar. Luego pasó el brazo sobre él, le cubrió los hombros y, metódicamente, se aseguró de que no entraba aire frío a su pequeño refugio de cobijas. Lo abrazó de la barriga y lo atrajo hacia ella. Él sintió la firme nariz de la chica hundiéndose en su ensortijado cabello. Con su voz cansada, autoritaria pero somnolienta aún, ella le habló.
—¿Tu pasamontañas?
Se lo había quitado al salir a los árboles y al volver había pasado de largo sin acordarse de la gorra.
—Lo siento, lo tiré al lado de la fogata. Olvidé ponérmelo de nuevo.
—Ahora te quedas aquí. Vas a helarte la cabeza.
—No te preocupes: tu aliento me da calor.
Ella subió un poco las mantas para que arroparan las orejas del chico y se acomodó mejor. Eso hizo que efectivamente, todo el aire de su exhalación le cubriera la cabeza, y siguió.
—¿Dónde estabas? Me dejaste congelándome.
—Lo siento. Me desperté, y tuve que ir.
—¿Sí? Raro, casi siempre duermes como una roca.
Separó su rostro del cabello del chico y le dio un beso ligero y tierno. Él aún no dejaba de maravillarse porque era obvio que el trato de los dos cambiaba, muy probablemente para bien. Pero era cambio. El cambio es incierto. Ella le volvió a hablar.
—Me tocaste con esas manos frías.
—... Pero no te moviste.
—Quería... que siguieras consintiéndome.
Casi siempre lo que la chica le decía eran regaños, correcciones, observaciones ácidas. Pero ahora, aunque seguía regañando, su tono parecía un tanto aniñado, como si viniera de un rostro que está haciendo un puchero.
Él buscó la mano de ella y la tomó. Ella cambió las posiciones, y le acunó la mano en la suya para calentarla. Estuvieron un rato así.
A medida que avanzaba la noche el frío se hacía más contundente y probablemente, era muy poco lo que lograrían dormir de nuevo. Ya despiertos, la fuerza de la costumbre los mantenía alerta. Sólo se podían dar el lujo de una incomodidad. O tenían hambre, o tenían sueño. El instinto de supervivencia les hacía padecer el hambre, librándolos del sueño cuando no era hora de dormir. Ahora se habían desvelado. Ella volvió a hundir su nariz en el cabello del chico. Él, algo apenado le preguntaba.
—¿Estuviste espiándome?
—Si, lo escuché todo.
—Ah... Perdón...
Ella se sonrió entre la cabellera espesa. Le dio otro beso, y suspiró. Era cierto que ya no se dormirían, pero quería quedarse ahí. Las ropas del chico debían estar heladas y era más probable que él le transmitiera el frío, a que ella lograra calentarlo. Pero se sentía inmensamente enternecida de estar así, con él en medio de los esqueletos de los árboles que los blindaban de quienquiera que pudiera verlos desde el camino. Habían aprendido a ocultarse bien y ya se animaban a dejar su pequeño fuego encendido para que les protegiera del gélido aire en las noches.
—Abba...
—¿Sí?
—No me dejes sola. Me asusta despertar y no sentirte a mi lado.
—Lo siento, me desperté...
—Ya lo sé.
Laurie pensó que quizá se estaba poniendo muy intransigente con él, contrario a lo que quería transmitirle con los mimos que le hacía en la cabeza. Suspiró, e intentó ser algo más asertiva.
—Y, ¿Qué pasó? ¿Por qué despertaste?
—Soñaba.
—¿Pesadillas?
—No.
—¿Becca Tyler?
Él no se atrevió a mentirle. El prolongado silencio le dio la respuesta a Laurie.
Sabía que era una actitud tonta, Rebecca Tyler ya no estaba ahí. No era competencia.
De hecho, nunca lo fue.
Conocieron a Abba en épocas diferentes, con mucho tiempo de diferencia la una de la otra. En realidad, no había nada que temer. Pero ella quería a Abba para sí. En verdad, lo necesitaba. Ya no podía soportar quedarse sola. Si Abba decidía partir o más probablemente, si al destino le daba por ensañarse con ella una vez más.
Al principio, la compañía del chico le había dado alguien con quien hablar y no desfallecer. Ahora le daba una buena razón para levantarse y caminar hacia el lejano sur que debía estar ahí, cada vez a menos noches de distancia. Su cercanía no solo la libraba de la soledad, también le daba la necesidad de tenerlo cerca. Eran sentimientos que pensó que ya no volvería a vivir.
Ese cambio en sí misma le gustaba. Le gustaba no tener que estar siempre en control, le gustaba empezar a darse la libertad de ser condescendiente de vez en cuando, más seguido. Pero era cambio. El cambio es incierto.
No podía estar con él en todos lados. No podía estar con él en sus pensamientos, cuando se ensimismaba. Cuando, taciturno, se quedaba callado. Con su atención sólo en el camino.
Y ahora en sus sueños. Dónde no podía llamarle la atención para sacarle a la rubia de la memoria, ésta se hacía presente. Lo suficiente como para que él saliera del nido, la dejara sola y se fuera a llorar lejos dónde supuestamente ella no lo escuchara ni lo viera. Él merecía que le permitiera hacer eso.
El luto que cargaba aún por Rebecca Tyler era recalcitrante, viejo y sempiterno. No le permitía sonreír con todos sus dientes, cómo ella misma hubiera querido verlo hacer en más de una ocasión.
El merecía que le permitiera serle infiel con Rebecca Tyler.
Laurie se abrazó aún más al cuerpo de ropas frías de Abba. Era ella la que estaba ahí. Si había lágrimas que secar, era ella la que tenía las manos prestas en ese momento y si había que consolar, sus hombros eran los que estaban ahí, más que dispuestos. Sacó su otro brazo de debajo de su cuerpo y lo pasó bajo el cuello del muchacho. Lo cerró alrededor de los hombros y así, abrazada a él, decidió que era exactamente eso, reconfortarlo, lo que haría mientras la mortecina claridad del alba los hacía ponerse en pie.
—Y... ¿Qué soñabas?
—Laurie, yo... si no te molesta...
—No me molesta
mintió.
—Dímelo, ¿Qué más podemos hacer hasta la hora de levantarnos?
La oportunidad era magnífica para Abba. No solo por sacarse la congoja del corazón sino porque así se aseguraba de no olvidar el sueño. Ponerlo en palabras lo grabaría al rojo vivo entre sus recuerdos y entonces lograría reemplazar la terrible imagen final que tuvo de Becky, por la que hacía unos minutos le alegró la vida.
Le contó todo, sin exagerar en los detalles sobre Becky, sin detallar lo despampanante que se veía en su vestido claro de cintas oscuras, o la belleza de su rostro, o lo brillante de la cabellera color de trigo. No le contó que las curvas en el cuerpo de Becky eran tan llamativas y perfectas cómo, Abba suponía, lo estarían en la misma Laurie si no tuvieran el pellejo pegado a los huesos. Le contó que se habían encontrado al empezar a soñar y que ella lo había besado en la frente, pero era mentira porque el beso fue en la boca. Le contó que caminaron lado a lado, pero era falso porque iban tomados de la mano.
Describió cómo mejor pudo el enorme salón sin techo, pero en el que no se veía el cielo y los armarios largos llenos de libros. Y todos los libros eran los que habían leído con Becky en la vieja casa de los Tyler en Laketown. Los libros en los que Becky le había enseñado a leer. Le contó que una de las paredes del salón no existía porque en lugar de esa pared estaba la primavera más hermosa que había visto. Y no sólo porque era la única, sino porque se veía más real que las que se pintaban en las estampas de los libros. Pero no le dijo que en verdad era una primavera hermosa, porque Becky estaba ahí con él.
—Ella... me preguntó sobre ti.
—Ahh...
Laurie se tomó un par de segundos para recobrar la compostura, pues unos muy bien definidos celos le empezaban a recomendar sacar al muchacho de la cama y mandarlo a congelarse el trasero a la nieve fría. Carraspeó un poco y lo invitó a seguir su narración.
—Y, ¿Qué te preguntó?
—Me preguntó si aún haces las pataletas que hacías cuando eran niñas, cuando te ganaba en algo, que era seguido...
—¡No tan seguido como ella dice! … Y no eran pataletas... ella hacía trampa.
Él pequeño estallido y el tono con que le respondió dibujaron una sonrisa en la boca de Abba, que agachó la cabeza y besó el brazo de Laurie. Ahora las mejillas de ella estaban tan rojas que sintió cómo se calentaban por encima del frío del aire, y agradecía que él no pudiera darse cuenta de eso. El chico siguió hablando.
—Me preguntó, que cómo estamos tú y yo... entre nosotros...
—Ah...
Se quedaron en silencio un largo rato. Ambos pensando lo mismo, por separado.
¿Cómo estaban entre ellos?
Hacía varios meses que habían partido de Laketown. Un nuevo objetivo: sobrevivir al mundo los dos. Antes sólo se acompañaban. Entre ambos se daban la confianza de no sentirse desamparados en el camino frente a lo que pudieran encontrar ahí. Pero los días fríos y las noches heladas les enseñaron a esperar más que la compañía del otro. A entregar de cada uno para que el otro estuviera mejor y entonces, poco a poco empezaban a hacerse falta simplemente porque ella era ella, y él era él.
Ambos sentían que la posición de protectora y líder de Laurie, y el papel de protegido de Abba les ponía en una incómoda situación de la que el sincerarse era la única forma de salir. Abba pensaba aterrado que, si se animaba, entonces ella diría "pero si puedo ser tu madre", o algo así por el estilo y lo dejaría a él con un palmo de narices. Para Laurie, la expectativa era peor: temía que el chico le confirmara que aún estaba enamorado de Rebecca Tyler.
En las noches habían empezado a acercarse más. Primero dormían espalda con espalda, pero las temperaturas los llevaron a experimentar y encontraron que dormir en cuchara, ella detrás de él, era la mejor forma de compartirse el calor de sus cuerpos sin entrar en malos entendidos. Además, él había tardado bastante en recuperarse de las heridas que recibió el día que Laurie lo encontró, así que dormir de esa forma le permitió encontrar alivio al dolor y al trauma.
No se acordaban cuando empezaron a cuchichearse y consentirse antes de dormirse.
Pero era claro que se lo permitían y que ni ella ni él iban a renunciar a eso. Los últimos días, se habían permitido otra libertad y empezaron a besarse en la boca con un beso tierno y corto, antes de emprender las caminatas que se programaban para cada jornada. Eso era fantástico. A ambos les alegraba la mañana. Y les permitía soportar un poco mejor el hambre. No era que no comieran, pero lo hacían tan parcamente, que nunca perdían la sensación de necesitar de comer.
Y, entonces, ¿cómo estaban entre ellos?
—Es un sueño tonto,
dijo él.
—Mejor tratemos de dormir
—No. Cuéntamelo, no me molesta. En serio.
—Pero hace un rato...
—Hace un rato dijiste que ella dijo que hago pataletas, y debes saber que es porque ella me hacía trampa. En todo. No te preocupes, no me molesta. Sólo te lo aclaraba. Cuéntamelo.
Él siguió. No había podido determinar un estado para ellos, así que le había dicho a Becky que en verdad no sabía cómo estaban. Se guardó para sí mismo que ella le dijo que se veía tierno así, confundido. La rubia se había puesto de frente a él y se había agachado, doblando las rodillas, a su altura. A su vez, a él le pareció tierno que se cuidara de que el vestido no dejara ver más de lo necesario.
Laurie y Abba sonrieron con esa parte de la evocación. Él, porque encontraba maravilloso que aún en sueños, Becky siguiera siendo encantadora y recatada, cómo si no vivieran en el fin del mundo. Ella, porque se estaba sumergiendo en la narración de Abba y la postura de Becca Tyler se le hacía muy familiar, algo con lo que podía identificarse.
Él le dijo que Becky le había pedido que estuviera siempre alerta, que cuidara de él y de Laurie, porque no se tenían sino él a ella y ella a él y era muy difícil, para los dos, que encontraran otra persona que estuviera dispuesta a cuidarlos, a protegerlos y a acompañarlos en un mundo dónde los pocos que quedaban eran todos enemigos, y dónde la gente disparaba antes y preguntaba después.
Luego había despertado y había tenido que salir a los árboles.
Para Laurie, el relato terminó muy abruptamente. Pensó que, de todas formas era un sueño y ya era bastante sorprendente que retuviera tantos detalles en la cabeza. Se acomodó y empezó a respirar pausadamente. No se dormiría, pero disfrutaría cada instante en que el chico en la vida real estuviera con ella. Aquí, Becca Tyler no podía competirle. Se lo dejaría en los sueños. Al fin y al cabo, cada vez que Abba despertara, lo que vería sería sus profundos ojos marrones, casi negros, aunque él ignorara ser la razón por la que ahora brillaran con más intensidad.
Pero Abba terminó el relato para no tener que contarle a Laurie que Becky le había confirmado que aún lo amaba con el corazón. Que hubiera querido amarlo ahora que empezaba a convertirse en hombre y haberlo amado cuando ya lo fuera. Que estaba segura que sería un muchacho grande, muy fuerte, alguien en quien tanto ella como ahora Laurie, se pudieran confiar. Becky le había dicho, con una mirada llena de amor, que su tiempo con él estaba por terminar porque el corazón de los hombres no puede repartirse, menos aún entre los recuerdos y la realidad y que esa realidad, él ya lo sabía, le pertenecía a Laurie. Y era mejor que dejaran de perder el tiempo en evitarse el bochorno de decirse la verdad.
O postergando ese bochorno, podría alguno encontrar la muerte. Y el que se hubieran encontrado dejaría de haber valido la pena.
Peor aún. Si Abba no llegaba a ser feliz, entonces la existencia de Becky se abría cortado sin sentido alguno. El precio del sacrificio de Becky, si era que Abba quería pagar por eso, era llegar a amar sin condiciones, sin freno, hasta que pudiera decir que moriría en medio de la felicidad. O al menos sumergido en su búsqueda.
Y por eso, el destino lo había cruzado en el camino de Laurie. |