Toda la noche llovió, mañana las mariposas rodearán las flores del tulipán y quizá mire un colibrí, ¿serán mágicos? No lo sé, pero sé que son fantásticos. Tocaron. Encontré en el zaguán a una señora con su pelo entrecano echado hacia atrás, los surcos de su frente tenues, los ojos vivaces. Una ligera capa de polvo en sus mejillas y en su blusa blanca hilos de colores formando pequeñas rosas. Buscaba a mi padre.
Padre, preguntan por ti. Es una señora de edad que se llama Aymara. “Atiéndela, dale café, pan. Dile que me estoy bañando”.
La miré en el patio, y cerca de ella había mariposas volando. El sol se filtraba a través de las hojas e iluminaba el huipil blanco que parecía lanzar destellos. Me acerqué, y sin voltearse me preguntó, ¿tú eres la hija de René? dije que sí. Le serví un café con pan, y cuando papá se acercó a ella se dieron un abrazo íntimo y fraternal. Me despedí. Se sonrió. Ve con Dios, me dijo.
Se quedaría con nosotros. Me contrarío con los extraños, pero era decisión de mi padre. Aymara fue quien lo cuidó desde bebé hasta los doce años. Mi padre la recuerda con mucho afecto. Dormiría en la que fue su recámara.
Yo vi sonreír a mi madre y aceptar la visita con agrado; pero no hay que confundirse. Mi madre es muy amable, pero si le invades su espacio, no es la mejor manera de conseguir su afecto. El espacio de mi madre es toda la casa, el patio y si no va a donde tengo mi estudio es porque le tiene fobia a los ratones y sutilmente le he dicho que de vez en cuando una rata se pasea por los frutales. Otra cosa, las decisiones de mi padre se acatan.
Aymara era muy limpia, acomedida. A las ocho de la mañana el patio se veía reluciente y las plantas habían sido regadas. El café estaba hecho, también unas galletitas de harina que eran la delicia de todos. Más tarde salía con una bolsa de tela que colgaba al hombro. Regresaba después de la comida y se recluía algún tiempo en el cuarto y por la tarde salía a disfrutar el fresco. En otras, platicaba con mis padres. Algunas veces me encontró en el estudio y pasaba a saludarme, de a pocas hicimos amistad. Una tarde le pregunté, muy indiscretamente, pero rectifiqué: “si no desea contestarme, no lo haga y disculpe”. Se sonrío y me apretó la mano. “¿Crees en los sueños?” Le dije que sí. Ella dijo que había soñado varías veces con la casa y esa era la razón del porqué había regresado.
Padre nos contaba que la recuerda como una mujer sencilla y amorosa que había llegado de pequeña y que fue integrada con la familia. Era de una comunidad de la sierra. Que ya siendo él un jovencito, un día se despidió. Mis padres creyeron que se había ido con el novio. Solo regresó al funeral de mi abuelo Anselmo. A quien quería como un padre y maestro. ¿Cómo se enteró de su muerte?, si ella tenía años de no estar en la ciudad.
Mis padres estarían con la abuela materna y por supuesto me preguntarían si los acompañaba, como siempre pretexté razones de estudios y aproveché para pedirle permiso, puesto que el inicio de semana tenía que entregar un trabajo (trabajo que ya tenía) acerca de una investigación de campo. No había razón para negármelo. “Solo dile a Aymara a qué hora te vas, para que sepa”.
Estaba leyendo en mi “estudio”, cuando ella se asomó. “Te ha quedado bonito”. Se quedó mirando sin ver, y me dijo: «En los tiempos que estaba tu abuela, ella decidió que se utilizara para almacenar trebejos. En un tiempo me sirvió para dormir. Fue tu bisabuelo Anselmo quién me dijo ¡tú dormirás aquí!, tu bisabuelo ya era un hombre mayor y yo una chamaca. Él me enseñó a leer, a escribir. Yo no hablaba español. En pocos años me desarrollé y como sabía el dialecto y conocía mucho de las plantas le fui útil. Tiempo después nació René, tu papá. Le ayudé a tu abuela en la crianza, y las veces que podía regresaba con don Anselmo. “Irina, por ningún motivo trates de abrir la puerta que tienes escondida detrás del pizarrón. La orden que te doy, es la misma que me dio tu bisabuelo. Me dijo tu mamá que vas a salir. Aprende a cuidarte. Por la noche platicamos y sirve que nos tomamos un café.»
Me quedé pensando, que Aymara es una persona que no se le puede engañar. Tiene un cuerpo frágil, pero la he visto caminar y lo hace ligera y veloz. Siempre va con su bolsa repleta de frascos y no sé qué otras cosas. Sus ojos son vivos y tiene una mirada que lo abarca todo.
Muy temprano salí a encontrarme con él en la plaza, Cuando enfilábamos hacia la carretera, le dije: “hoy no podemos ir tan lejos. La temporada de vacaciones está por iniciarse, llega gente de esta ciudad y no es prudente que alguien me reconozca”.” Hice reservaciones en otro lugar”.
El carro tiene los vidrios ahumados. Puedo ver sin que me miren. Eso daba cierta privacidad. Distraerlo mientras maneja, no es buena idea y como relámpago las palabras de Aymara: “debes de aprender a cuidarte”. Lo más que hacía, cuando el carro se detenía, era tomar su mano y él me daba un beso fugaz en la boca. Sabía a qué iba, pero trataba de disimularlo. Lo amaba, pero que poderoso es el deseo; crecía tanto que podía escuchar los latidos de mi vientre. En un momento, mi mano acarició su pierna y un poco más arriba; me di cuenta que a él le pasaba lo mismo.
En poco tiempo llegamos a una cabaña con un balcón donde se miraban los pinares. El clima caluroso de la costa cambiaba a la mitad de la sierra. Miraba con deleite el bosque cuando sus manos me rodearon la cintura y al besarme el cuello me susurró: “te quiero” y alzando mis brazos acaricié el pelo de su nuca. Sus manos dejaron mi cintura para abarcar mis senos que veloces respondieron. Llevaba una falda corta y percibí su dureza. Recordé que la piel era un manto, lo dejé hacer y me dispuse a sentir. Mi cuerpo era hierba seca y bastaba una chispa para incendiarse. Poseída por el instinto mi cadera iba a su encuentro. A mis oídos resbalaron sus palabras: “No hay nadie, podríamos seguir”, al tiempo que me levantó la falda. “No me siento cómoda”, le dije. Si hubiese seguido mi voluntad se desbarrancaría. Qué fuerza poderosa tiene la tentación; era un vaso con agua frente a un sediento, ¿Quién se negaría a beberlo? En ese momento, tocaron a la puerta. Él se desapartó y poniendo sus ropas en orden fue hacia la entrada. Era un mesero que traía dos desayunos.
Oloroso café, pan de la sierra y huevos con cilantro y epazote. Los placeres de la mesa hay que atenderlos y sin que él me lo pidiese me senté en sus piernas y disfruté del café de olla servido en tazas de barro. La sensación de su brazo alrededor de mi cintura y su mano en mi vientre que iba y venía dejando su calor de varón en la planicie de mi bajo vientre. El fuego estaba…
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