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CARRY ON — “R.D.M.”, por Helmut Melo-Quiroga (helomex)
Basado en “La Carretera”, de Cormac McCarthy
Basado en “Sobreviviremos”, de Octware

Hola, amigos, de vuelta aquí en loscuentos.net, después de un hiatus de varios años. Les comparto éste trozo de mi fic "Carry On", con el ánimo de recibir sus opiniones, consejos y regaños. Siempre será todo bien recibido.


El claro, por el que el estrecho camino atravesaba haciendo una pequeña curva hacia la izquierda era todo, menos un remanso en la ruta. Desde antes de llegar, vieron la vieja caravana, un vagón de ventanas gemelas en lo que debía ser su parte trasera, y una ventana corrediza por el lado, cerca del frente. Ninguno había visto en su vida una de estas enganchada a una camioneta, mucho menos rodando por las carreteras, pero era obvio que ahora cumplía con el rol de refugio. Se miraron. Con aprehensión, Abba detuvo a Laurie, que se apresuraba en empezar a acercarse, y sin decir nada, con la mirada y el gesto, le señaló el suelo alrededor de la caravana.

El viejo carro parecía caerse, teniéndose en pie solo bajo su palabra de honor, y no parecía haber, ni dentro ni en los alrededores, un alma que pudiera reclamarlo.

Aún bajo la nieve que se depositaba sobre ellos podían ver varios cadáveres, más o menos una docena, esparcidos de tal forma que fueran bien visibles a quien se acercara. Quizá, cumplían el papel de espantapájaros. Siguieron sin hablar, pero los dos pensaron en la atmósfera terriblemente peligrosa para Laurie, en el estado en que se encontraba.

Abba aún no quería decirle a la chica que, en su afán por salvarle la vida semanas atrás, la pequeña provisión de antibióticos que había sacado de su ya lejano oasis, había desaparecido. El sitio parecía desierto, y desde que abandonaron el bunker no había pasado nada. Quizá hubiera algo que recuperar, agua, munición. El escenario de una vieja batalla prometía, probablemente, un botín abandonado y no saqueado. Valía la pena mirar.

—No vayas, amor
dijo el muchacho
—Espera aquí, echaré un vistazo.

Ella asintió levemente. Abba le regaló una sonrisa, y salió al claro. Caminó hacia la caravana, despacio, midiendo la presión con la que sus pies se enterraban en la nieve. Empezó a detallar los cuerpos inertes sobre el tapete blanco. Se veía que llevaban tiempo allí, pero no parecían yacer en una posición que pudiera llamarse natural. Era como si los hubieran arrastrado desde algún lado, y los hubieran puesto de tal manera que entorpecieran el llegar hasta el vagón. Luego, un pequeño brillo llamó su atención: hincadas en todos los cuerpos, varias docenas de flechas de vara metálica, relucientes, hacía pensar el cómo estas personas habían perdido sus vidas.

—¡Los mataron a flechazos!
gritó Abba, dirigiéndose por un momento al bosque de troncos desnudos, dónde había dejado a Laurie.

Ella si vio lo que, en su descuido, el muchacho no llegó a notar. Justo después del grito, la ventana corrediza se abrió de golpe, y aunque el interior estaba oscuro, pudo ver que le apuntaban a Abba.

—¡Abby, cuidado atrás!

Él se dio vuelta, pero no tuvo tiempo de ponerse a salvo. Impactado y atravesado en su pierna derecha cerca del tobillo, por una de las mismas flechas que se veían en los cadáveres, solo atinó a gritar de dolor, mientras el equilibrio lo abandonaba. Cayó pesadamente, hacía atrás, como si lo sujetaran de la pierna herida y lo jalaran de los hombros. Ya en el piso, giró sobre sí mismo para poder arrastrarse sobre sus brazos, y trato de deshacer su camino.

—¡Quédate ahí, no vengas!
con desespero le gritó a Laurie. Luego, por sobre su hombro, a quién fuera que le disparaba desde dentro del carro
—¡No disparen! ¡No somos peligrosos! ¡Mi esposa esta emba...

No pudo terminar de decirlo. Otro grito de dolor desgarrador le arrancó las palabras de la garganta, cuando una segunda flecha le impactó en la misma pierna, esta vez, arriba de la corva de la rodilla.

—¡No! ¡Hijos de Puta!
gritó Laurie.

Cegada por el llanto y la furia, todo su instinto se desató. Saltó sin buscar cubrirse. Su abrigo se abrió y su gran barriga se hizo evidente, mientras corría haciendo zig-zag en dirección de Abba. Sin embargo, al alcanzarlo, saltó sobre él y siguió corriendo, enfocada en la ventana, cambiando de dirección para que, fuera quien fuera, se distrajera con ella y dejara de masacrar a Abba, que había buscado refugio detrás de uno de los cuerpos que tapizaban el claro.

Laurie pudo ver que le apuntaban, pero por alguna razón, no le dispararon. Siguió en diagonal, buscando el frente del vagón pero sin perder de vista la ventana, mientras descolgaba la mochila de su hombro y revolcaba su interior. Conociéndola por el tacto, halló la granada de fósforo blanco. La tomó con rabia.

Tucker les había enseñado, a ella y a sus hermanas, a usarla, a arrojarla y a ponerse a salvo de ese especialmente peligroso, tipo de granada. Pero nunca las había empleado en realidad. Ella no pensaba en eso en ese momento. Saliendo del rango de vista del tirador dentro del carro, siguió corriendo, luchando por no dejarse enterrar en la nieve. Quitó el seguro de la granada y llegando hasta la ventana, la arrojó dentro.

—¡¿Que mierda es eso?!
alcanzó a escuchar que una voz apremiante de hombre mayor, decía al interior, al ser golpeado por la granada que ella había lanzado. Laurie siguió corriendo de frente, buscando alejarse de la inminente explosión, pero no tanto como para quedar muy lejos de Abba.

—¡GRANADA!
gritó la chica para que el muchacho la escuchara.

Ella se tumbó de lado, cuidando su barriga, y los dos, sin verse, se cubrieron la cabeza. La granada explotó dentro del carro.

Los gritos de agonía y terror de una mujer que se quemaba viva se oían sobre el sonido del brutal incendio. La granada, que había quedado justo debajo del arquero al hacer explosión, esparció su contenido sobre todo el interior del carro. Todo lo que era inflamable había prendido rápidamente, en menos de un segundo.

La expansión de la explosión hizo añicos los vidrios de la ventana lateral y de la trasera, y arrojó muy lejos la puerta que había al lado que ellos no habían visto aún, lo que creó simultáneamente, tres vías por las que el humo escapaba y el fuego voraz jalaba el aire desde afuera. El incendio, en pocos segundos, se tornó gigantesco, y Laurie y Abba, desde dónde estaban, podían sentir el calor lacerante de las llamaradas.

—¡AYYY! ¡HIJO DE PERRA, DIJO QUE NO ERAN PELIGROSOS! ¡AYYY! ¡MI ERICK! ¡DIJO QUE HABÍA UN BEBÉ! ¡AYYY!
seguía gritando la mujer.

Laurie se levantó y caminando, fue hasta la caravana. Notó entonces la figura que, envuelta en las llamas rojas, trataba de huir por las ventanas traseras. Sacó la pistola y le disparó. No dejó de hacerlo hasta que vació por completo el cargador. No quería librar a la mujer del sufrimiento de estar quemándose viva. Tampoco se enteraría jamás que dos ancianos sobrevivían, disparando primero y preguntando después, en ese viejo carro de caravana.

Sobrevivían, hasta que se toparon con ellos. Laurie quería matarla, matarlos, cientos, miles de veces, para cobrarse los dos flechazos en la pierna de Abba. Pensó que esa fue la más corta de las batallas que había tenido que librar, y bueno, otra vez había ganado. Luchar junto a Abba era más fácil.

¡Abba! ¿Dónde está? Giró sobre sus pies y fue a donde el muchacho se medio-escondía. Lo encontró hecho un mar de lágrimas. Abba era apenas más que un niño, pero la vida lo había endurecido bastante, como para encontrarlo llorando y no, empezando a ver por sus heridas. Sostenía una flecha en la mano, no de las que le habían impactado, sino una que había arrancado —con bastante facilidad— del cuerpo que le sirvió de parapeto. El la miró. La derrota se veía en la triste mirada del muchacho.

—Una ballesta. No los mataron a flechazos, cómo a mí. No con éstas
empezó a decirle a la chica
—Los mataron, los arrastraron hasta aquí, y les han puesto las flechas mucho después de haber muerto.

—¿Cómo?
a Laurie le intrigaba, tanto la conclusión a la que había llegado Abba, cómo su propia sentencia de muerte, y el hecho de que estuviera sosteniendo esa flecha
—¡Nadie te ha matado! Dame eso. Vamos a curarte.

—¡No!

Abba levantó la mano, en ademán de que se detuviera. Desde dónde estaba, le mostró la saeta a Laurie, mientras le explicaba lo que veía.

—No huele a podrido, a pesar de estar en el cuerpo. Huele a excremento
el dolor en su pierna lo hacía estremecer y tartamudear, mientras fatigado, le daba a Laurie la terrible noticia
— Han embardunado las flechas con mierda, y las han hincado en los cuerpos, para que se llenen aún más de suciedad. Laurie, no solo estoy desangrándome. Me envenenaron.

No era cierto. No podía serlo.

La cabeza de Laurie daba vueltas. Nada, a parte de las bacterias que causaban las más horribles enfermedades había sobrevivido para amenazar a las personas en el páramo decadente que era el mundo. Ella se había cuidado siempre de las heridas. Tucker les había hecho entender que no tomarse en serio su tratamiento, podría matarlas en cuestión de días.

—No: vamos a limpiarte las heridas, y te haremos el mismo tratamiento que me hiciste a mí. Mira.
ella se señaló a sí misma, y a su barriga
—Estamos bastante fuertes. Acabamos con ellos y corrí, y no perdí la respiración. Estoy fuerte. Saldremos de esto, amor.

Era triste la situación. Abba hubiera querido mantener todas las esperanzas que Laurie arrancaba desde donde las veía. Hubiera querido decirle “si, eso, saldremos de esto”, pero no era posible. Se sentó, recogió la pierna y se arrancó la flecha del tobillo. La vara de metal —probablemente el aluminio de una vieja antena, cosa que ellos no tenían forma de saber—, y la punta ovalada hecha en un extremo, aplanando el metal, le ayudó a hacerlo limpio y rápido. Aun así, el dolor fue terrible. Apretó aún más los dientes, mientras repetía el procedimiento con la flecha del muslo. Terminado eso, Laurie se quiso acercar a él pero de nuevo, la detuvo.

—¡No! Yo me atiendo, espera que me lave. Estoy lleno de inmundicia peligrosa para ustedes.

Ella le alcanzó los elementos. Él se rasgó el pantalón, lo que no fue difícil, por lo viejo y desecho que estaba y lo arrojó lejos. Laurie se desesperaba en la impotencia. No solo de verlo luchando contra el terrible dolor, mientras se introducía las gasas empapadas en vodka y agrandaba y abría las perforaciones, donde echaba la poca agua limpia que tenían con ellos, para luego presionar con fuerza y hacer salir la sangre y con eso, tratar de sacar toda la porquería que las flechas habían puesto dentro de él. Pero eso ella ya lo sabía. Se lo había enseñado ella misma.

Su desespero crecía, porque por más que buscaba, no encontraba los malditos antibióticos.

Fue a buscar su mochila, de la que se había desecho antes de lanzar la granada. Tuvo que dar un rodeo mayor, pues el incendio radiaba una terrible cantidad de calor aún a muchos metros de distancia. Cuando la encontró y volvió corriendo, Abba repetía una vez más la operación de limpieza. Lloraba quedito, con hondos suspiros y sorbetones. No era tanto por el dolor, que debía ser mucho, sino por la certeza de estar herido de muerte.

—Amor…
dijo ella tratando de no desesperarse, pero buscando que él se diera cuenta de su afán y le ayudara al menos, con la información que necesitaba
—No… no encuentro los… los antibióticos, ¿Dónde los tienes, mi vida?

Empezaba a llenarse de lágrimas, de afán. Su pregunta era más una súplica. Abba sabía que debía golpearla con el peso de la realidad, que era lo único que en verdad tenían. Eso dolía más que sus heridas. Se calmó, y le dijo a su esposa lo que necesitaba oír.

Era cómo el “resígnese” que los antiguos hitokiri japoneses les decían a sus víctimas en los viejos cuentos que leía junto a Becky. Un calmado e inapelable “resígnese”.

—Laurie, solo traje conmigo lo suficiente para un tratamiento. No querías que lo trajera, pero algo me dijo que no lo dejara. No quería que me riñeras, por eso sólo traje poco. Cuando tuve que dártelo, te lo di todo. No guardé nada. No tenemos antibióticos.

Laurie lo escuchó mirándolo a los ojos, pero sin fijarse en él. Las palabras de Abba la hirieron en lo más profundo de su ser.

Ella, tan mandona, tan dominante. Él pudo salvarle la vida, porque la desobedeció en su momento.

Ella se había auto compadecido muchas veces. Recordó que sus opciones, cuando conoció a Abba, eran matarse o largarse. Él la hizo sacar su cara de líder una vez más, él la ayudó a llegar tan lejos cómo habían llegado, y le había salvado la vida dos veces. Ahora, él estaba en peligro de muerte, y ella no podía hacer nada diferente a esperar.

Ahí, en ese claro en medio de lo que fue alguna vez un frondoso bosque, desde dónde por sobre sus cabezas podían ver la cima de Spruce Mountain, su meta, Laurie descubrió que podía odiarse con toda la fuerza de su corazón.

Sólo eran antibióticos. Pequeños, prácticos de cargar. El trajo los que pudo esconder, y ella los consumió todos, cuando Abba le peleó a la muerte, las vidas de ella y del bebé. Y por su mezquindad, su errado sentido de la economía y la prisa, no permitió que tuvieran suficientes medicamentos para los dos.

Cayó sobre sus rodillas, y abrazó al muchacho por el cuello. Con un “Perdóname” tristísimo, lastimero, lloró sobre el hombro en el cuello de su esposo, la rabia de ser ella misma y de no poder salvar la vida del niño-hombre que no le había permitido renunciar a la suya...

Texto agregado el 04-08-2023, y leído por 250 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-08-2023 Interesante yosoyasi
 
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