Cuántas veces no caminé por los senderos del norte, tierra seca, plana y caliente pero generosa en historia, en aconteceres antiguos, de hidalgas batallas donde la sangre, el sudor , el hambre y sed eran compañeras irremediables; el frío de noche que cala los huesos, sus cementerios siniestros despojados de sus escarapelas y oro, algún húmero contraído entre tablones doblados, desnudas mortajas de un linaje olvidado, me hablaban de una época gloriosa; muchas veces me sentí atraída por el morbo, ver las flores de porcelanas del 1900 y las cruces a medio filo a punta de irse al mismo infierno, qué tiempos!.
Los tamarugos duermen hoy el sueño eterno, ramas venidas a menos, delgadas osamentas de la tierra infértil pero fuerte, aguerrida y soberbia, ahí hacen sombra, el agua no corre, escasa como las nubes en su paso y tierra tan excelsamente alumbrada por las estrellas de noche, noche amarga, solitaria pero bella, la soledad de cierto modo alegra cuando viajas hacia tu interior y eso es lo que ofrece, el zumbido del viento pasar, la camanchaca azotando tu espalda cuando parte de nuevo, amaneceres florales cuando tienes suerte, caminatas eternas que te llevan de vuelta al placer ostentoso de aquellas salitreras, hoy desvencijadas, cuyo lustro opaco y fierros enmohecidos bostezan y bostezan y no dejan de dormir al alero de una copla o un foxtrot.
Más al norte, por donde la pisada se va tapando con tierra y donde el sol calienta como el diablo, uno es llamarada viviente, montaña de polvo y piedras, se esconde la belleza, un tropiezo de cerros ocre oro, lagartijas, vinchucas, salares, flamencos, beben del agua salada su sedimento pintando el óleo perfecto de equilibrio natural; el más árido dicen de los desiertos, que de desierto no tiene nada, más vivo que muerto, cómo se ríe mientras germinan sus pueblos.
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