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JUSTINA Y LA PRINCESITA

Yo cumplí con advertirle que no era cierto lo que ella pensaba. Al final me dio pena cómo lloraba Justina, por no creerme que esa princesita era igual a todos los seres humanos. La culpa, en parte, la tuvo mamá. No me secundó para que mi hermanita, que acababa de cumplir ocho años, se saque esa tontería que tenía bien metida en su cabeza. Cuando me veía luchando por acabar con la terquedad de Justina, molesta, pegaba su boca a mi oído y me decía que deje de jorobar, que así son los niños, fantasiosos, o ¿acaso no te acuerdas cuando tenías la edad de ella, que te creías Johan Cruyff cuando pateabas la pelota, ¡ah!? Déjala en paz, ya cuando sea más grande, te dará la razón.

Todo empezó cuando la seleccionaron en su colegio (como premio por ser la mejor alumna) para que reciba, con otras niñas de distintas escuelas de la ciudad, a una princesita inglesa que vendría de visita al país en una semana. Justina no cabía en sí de la alegría cuando llegó a casa con la gran noticia. Abrazadas, mi madre y ella, brincaron contentas como locas.

Pero qué sandeces sus compañeras de aula le contarían de la princesita, (acaso, distorsionando su condición humana) que desde el día siguiente Justina comenzó a andar en estado de fascinación. Al mismo tiempo hablaba tantos disparates, que por una cuestión familiar, me obligaron hacer algo por ella. Me llené de cólera cuando la vi pegando en la pared de su cuarto, feliz, una enorme foto de la gringuita que algún día sería reina, ayudada de mamá, claro está. Pero más rabia me dio al escucharla decir que esa princesita era como de otro planeta, que seguro nunca se golpeaba, ni se enfermaba y ni mucho menos, jamás se moriría como todo el mundo.

Yo a mis cortos catorce años, digamos, era un niño viejo que gracias a mi iluminado razonamiento ya podía discernir lo bueno de lo malo, dueño entonces de un atinada lógica para juzgar bien lo que era justo o injusto, lo cual, entre otras cosas, me ayudó a concluir que era una gran mentira que los reyes mandan o gobiernan en la Tierra por voluntad divina. Por ello, me preocupaba que cualquiera que tuviera mi misma sangre, perteneciera a esa larga legión de ingenuos que idolatran a los monarcas como si fueran dioses. Sarta de vagos que son, viviendo descaradamente del sudor ajeno, o de los bobos, mejor dicho.

Me costaba imaginar a Justina, ya como una mujer, arrodillada ante uno de esos sinverguenzas con corona. Ante eso, ahora que estaba chiquita, había que aprovechar en erradicarle a tiempo todo rastro nocivo que obstaculice el buen desenvolvimiento de la lógica y la razón, abrirle los ojos antes que sea demasiado tarde.

Entonces, llegó el día, un domingo gris, tan esperado por ellas, tan detestado por mi. Mamá la vistió con un lindo vestido rosado que compró para la ocasión. Estaba previsto que las dos fueran al aeropuerto, pero un trabajo que le cayó a mamá a última hora, imposible de desaprovecharlo por la buenísima paga, me forzó a acompañar a Justina. Aunque no lo quise, qué iba a hacer, mamá era el único sostén de nuestra breve familia, se partía los lomos con su máquina remalladora, así que me tragué la amargura de sentirme un traidor de mis férreos principios. El verdugo moral de la realeza europea, ahora yendo a un evento de ella.

Cuando llegamos al aeropuerto en taxi al mediodía, reinaba un alboroto descomunal en las afueras. Vimos que un montón de personas pugnaban entrar por diferentes puertas, mostrando a los guardias de seguridad las tarjetas de invitación que les expidió el consulado británico. No encontramos al director del colegio de Justina, que supuestamente tendría las tarjetas para ingresar al local, tal como acordaron mamá y él, un día antes. Preocupado, llamé desde un teléfono público a casa para decirle a mamá que el director no se aparecía para nada, cuando escuché su voz trémula, indignada, casi por llorar, enojadísima porque acaba de llamar ese director del diablo, hijito, para decirme el muy caradura, fingiendo la dicción de un adolorido, que no puede acudir al aeropuerto porque amaneció con unos cólicos terribles en el estómago, imagínate papito, fijo que se estará paseando sabe Dios con quién y me vine con cuentos chinos, creyendo que soy una tarada, y le dije que a mi no me engaña y que lo iba a denunciar ante el ministerio de educación por hacernos esta canallada. De pronto la llamada se cortó y no tuve más monedas para volver a llamar.

Me felicité por no aprovechar la circunstancia que justificaba decirle a Justina, que lo sentía, que era imposible ver a la princesita y así mantener intacto mi orgullo de no saber nada con la realeza. No, yo no era un cobarde para herir su corazón. Se me partió el alma cuando vi sus ojos brillosos, como temiendo que le dijera que volviéramos a casa. Le besé la frente y le prometí que buscaría la forma de entrar como sea. Entonces, la tomé de la mano y nos acercamos a una de las puertas donde un batallón estaba a punto de ganar el combate para meterse. Me envalentoné y cubrí a Justina para que no se lastime al momento que nos confundimos con ese batallón que logró romper el cerco montado por la policía y el personal de vigilancia y así pudimos ingresar al aeropuerto.

Corrimos con toda esa gente hacia el fondo, donde estaba congregada una multitud de invitados que flameaban sus banderitas peruanas y británicas, vitoreando a la princesita que ya se estaba despidiendo de todos con un castellano masticado. A pesar que nos acercamos todo lo que pudimos, delante de nosotros había como medio millar de asistentes que no nos dejaban ver a la gringuita. A mi no me importaba verla, pero a Justina sí, de modo que tuve que cargarla sobre mis hombros y le pregunté si la veía y me dijo sonriente que sí, que era alta y delgadita, que vestía un vestidito blanco y que su coronita brillaba como el sol, ¡Oh Dios, hermanito! ¡Creo que me está mirando!

En ese momento tuve que bajar a Justina para que no se caiga porque por detrás me empujaban un sinnúmero de curiosos que lograron entrar para llenar la zona entera. En la trifulca, no sé cómo Justina se me perdió. Alarmado como nunca, la busqué infructuosamente entre el gentío por un buen rato. Tuve que serenarme para no caer en la desesperación. Confié que ella no saldría del aeropuerto, que ya cuando se desocupe poco a poco el recinto, aparecería buscándome también. Pero nadie se movía, sí, el lugar estaba colmado de Justinas que querían seguir viéndo a la princesita o esperanzados de tener la suerte de palpar los brazos o cabellos de esa bella marciana.

Terminé por desesperarme, pedí auxilio a todo el mundo, seguí buscándola gritando su nombre, ¡Justina, Justina!¡Dónde estás hermanita! Y vi que la muchedumbre se acercó a un lugar que yo no pude identificar qué era. No pasó ni un minuto, que de allí mismo, a empellones salió Justina de esa inmensa turba. Me vio y corrió para abrazarme llorando. Claro, el susto que se habrá llevado, pensé.

Tomamos el taxi de regreso y Justina seguía llorando y le dije que se calmara, que ya todo había pasado. Vamos, sonríe, hermanita, al menos tuviste suerte de conocer a la princesita, ¿verdad?. Y además ¡ella te vio! Pero ella no paró de llorar por todo el camino y solo una vez me dijo que la perdonara, que yo tenía razón. Aunque le pregunté por qué me decía éso, no me contestó. El taxista bromeó diciendo: no te preocupes niñita que él te perdonará, ¿no muchacho?

En casa nos recibió mamá, al verla que lloraba, trató de consolarla, bramando contra ese director del diablo que por su culpa su hijita no pudo ver a la princesita. Yo aclaré que logramos entrar al aeropuerto y que Justina sí la vio, con su vestidito blanco y la coronita que brillaba como el sol y que era alta y delgadita.

Entonces, al poco rato se calmó y como en el taxi, me pidió perdón otra vez. Que yo tenía toda la razón, que la princesita es igual a todos los seres humanos. Cuando me perdí, también te busqué buen rato y esperé por ahí, sin darme cuenta dónde estaba parada, aguardando que se despejara el ambiente, para poder verte, pero de pronto todo el mundo se acercaba donde yo estaba parada, y vi que seguían a la princesita que pasó por mi lado, su carita ofuscada por la gente que deseaba tocarla, y entonces recién me di cuenta que yo estaba parada al lado de un baño, y con mis propios ojos la ví entrar allí, seguro para hacer la pis, como todos nosotros.

Sonrientes, nos abrazamos los tres.




Texto agregado el 02-08-2023, y leído por 193 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
07-08-2023 La princesita sos vos y yo el lobo feroz jajaj nelsonmore
03-08-2023 El cuento es muy bueno. Choca un poquito el final, lo que en mi caso no es malo, porque lleva a una relectura. agubruno
 
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