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¿Qué tienen en común los números, la carretera y la divinidad? Nada, pero con un poco de creatividad y casualidad (quizá producto del delirio, la locura, la extrema lucidez o todo junto), se pueden excavar reflexiones en la profundidad. En la Panamericana, mientras conducía, vi delante de mí, un temerario y veloz auto negro nuevo, compacto, cuya industria cuidó mucho su estética, y su placa tenía el 666. Al lado, rústico y enorme, caminaba a ronquidos un volquete, un montacargas viejo, amplio, experimentado y polvoriento, cuya placa tenía el 777. Contemplar esta escena me llevó a un razonamiento que me acompañó el resto del camino. La relación es larga, pero el pensamiento simbólico fue instantáneo.
Me explico: En la cultura occidental, gracias a las profecías del Apocalipsis, solemos relacionar al número “666” con el Diablo, con la bestia, con el emperador romano, el responsable de la individualidad, la vida terrenal, el goce pleno del cuerpo mortal que arde en el fuego de las pasiones. Por otro lado, el “777” tiene implicaciones divinas, se asocia con los ángeles y Dios, la suerte, la fortuna, la santísima trinidad de un número justo, áureo, que se repite en los códigos morales de todas las culturas alrededor del mundo, y en nuestro lado del charco, sabemos que en 7 días fue creada la vida.
Con esa marejada cultural y pastrula en mente, comparando ambas máquinas, pensé “Qué pequeño es el Diablo y qué grande es Dios”. Más adelante, al llegar a las vías del tren en El Agustino, la vista del cementerio El Ángel me trajo de vuelta a la imagen: “¿Pero por qué el Diablo es más hermoso que Dios, que es feo y se asemeja a un rey con aspecto de perro viejo?”. Luego, al detenerme en el semáforo del cruce de José Carlos Mariátegui y av. Ferrocarril, observé a un sujeto muy educado limpiando un parabrisas a mi lado. Su discurso elocuente manaba bendiciones, tenía un aplomo refinado y sonreía mientras compartía su buen sentido del humor y agradecimiento al chofer que le había permitido trabajar en su auto. Me maravilló la imagen, el tipo me cayó súper bien, pero la luz cambió a verde y tuve que partir, pero el pensamiento había cerrado el círculo, finalmente. “El rey de los discursos (la forma) es el Diablo, pero el rey del corazón (el contenido) es Dios. Cuando se da un discurso elocuente y de corazón, veo que los dos pueden ser uno en el hombre… ¿pero cómo?”
Comencé a discurrir: El Diablo es pequeño, como el auto, restringido, se dedica a sí mismo, es un humanista pleno y liberal, que adora adornar su jardín de rosas, claveles y poesía, pues es él quien posee a los delirantes escritores sangrientos, quien otorga la fruta prohibida de sufrir con las pasiones bohemias a aquellos más propensos a decidir vivir por la tierra. Por todo ello, es como Dorian Gray: es bello, refinado, encantador, egoísta, apartado, y guarda su espacio para resguardar lo que le pertenece. Incluso los Rolling Stones le hicieron declarar que I’m a man of wealth and taste, que es un hombre de riqueza y buen gusto. Por otro lado, Dios es enorme, ubicuo, abarcador, entregado a cada rincón de la existencia, un líder severo entregado a planificar una armonía perfecta, aunque en apariencia ese caos primordial sea nocivo para la diminuta percepción humana, aunque él mismo haya sido responsable de darles la sapiencia para comprender, para buscar un orden apolíneo en el universo que nos rodea, y con ello crear en la tierra conforme a la ley de los cielos. Dios es como Confucio: un viejo sabio, con apariencia de perro callejero, difícil de aceptar (como toda verdad), pero gentil, realista, humilde y atinado. Quizá es feo en apariencia porque abarcar tanta existencia, tanta verdad, termina dándote la capacidad de engañar los ojos muy poco profundos.
Entonces, ¿cómo han de encontrarse estas dos figuras tan contrarias, cómo pueden ser uno en el hombre? Pienso que Dios lo sabe y abarca todo porque lo ha sufrido todo. Conoce de armonía porque sabe de desarmonía. Sabe ser Dios porque alguna vez fue hombre, contrario a lo que Vallejo tanto reclamaba. Por eso supo que, para tener compañeros, debía educar al hombre para que aprenda a ser Dios, a ser creador. O quizá para ayudarlo a integrar esa enorme unidad que él representa, para lo cual tendrá que dejar todos los ropajes y sentimientos terrenales atrás. Eso explican una gran variedad de religiones, por eso puedo dar esa opción, esa teoría. Sin embargo, para sufrirlo todo, para aprender a crear, para tener equipajes terrenales que dejar, es necesario que exista un responsable, o al menos un agente, que haga posible la marea, la tormenta humana para subir las escaleras al cielo. Por eso Dios creó al Diablo y le dio el suficiente poder de decisión para rebelarse y ser la mayor representación de la individualidad, de la estética destructiva que se viste de etiqueta. Siempre supo que tenía que sacrificar en el fuego a uno de sus hijos más poderosos para lograr un fin superior. Si el hombre no hubiera recibido la oferta de la manzana, no habría salido de su paraíso y no hubiera comprendido la complejidad, vastedad y belleza de la creación entera. Dios no había creado tanta tierra para no verla por sí mismo y dijo “tengo que tener millones de ojos que me ayuden a contemplar todo mi ingenio”.
Y aquí lo veo: Dios es tan grande que también es egoísta, que también quiere disfrutar de su propio trabajo, pero como esa inversión de energía no es divina y lo aleja de su morada, de su centro de armonía, tiene que crearse un personaje (o varios) para hacer posible ese goce y divertirse porque Dios también ama festejar e irse de parranda. Pero cuando él no está (siempre está, pero deja de estar cuando nosotros decidimos no verlo ni hacerle caso), alguien tiene que cuidar del hombre. De esta manera saltamos a decir “puedo solito, voy a ser mi propio Dios, mi soberano” y por esto, con naturalidad, caemos en la custodia del Diablo, que nos abrirá el mundo, los lujos y la belleza extensa de nuestra tierra, para seducirnos y no subir (o regresar) a la fuente. Sin embargo, es en estos momentos en que el Diablo cumple funciones de Dios y se delata ante nosotros, porque nos da las pruebas, sufrimientos, pasiones y tentaciones que merecemos, queremos y aceptamos (si las aceptamos, claro está).
Y, como para terminar esta reflexión, me pregunto: ¿Por qué el Diablo cumple esta tarea? ¿Es por obediencia a su padre? ¿Por mero gusto o vileza? No lo sé con precisión, pero de algo estoy seguro, y hoy lo he descubierto (creo): El Diablo es tan ambicioso que quiere ser más grande, que quiere abarcar más para sí, pero cuando lo intenta, se da cuenta de que necesita de otros, y cuando comienza a contar con otros, se expande y regresa a ser como papá, a ser Dios. Y esta es la coincidencia: mientras el Diablo intenta ser más bello, más grande y divino; Dios siempre intenta (y logra) bajar a divertirse de vez en cuando, pues, como fue hombre, le aburre la ausencia de emoción y busca ser más profano, más pequeño y diabólico. El truco, parece, consiste en comprender cada querer, cada ambición, y buscar un espacio o personaje para encarnar esos deseos. Ser Diablo cuando toca ser Diablo y ser Dios cuando toca ser Dios. Total, ambos sirven al mismo propósito y quizá lo saben mejor que nosotros (quien mejor que el protagonista para contar la historia), por ello es estúpido de nuestra parte pensar que son dos pulsiones contrarias o enemigas. Si el Diablo no nos enseña, a través de la pasión y el dolor bien comprendidas por nuestra razón, a ser Dios, no nos entenderemos a nosotros mismos, no entenderíamos qué vinimos a hacer en la tierra, y menos entenderemos a los demás, por lo que buscando hacer el bien, terminaremos cumpliendo el rol de verdugo creyendo que somos soldados de Dios, cuando nunca supimos cómo serlo realmente; y si, en cambio, decidimos prescindir de la guía de Dios, en entregarnos a lo grande, a la devoción con los demás, es decir, a expandirnos para comprender todo lo que hay en la creación (tal como él quiso), encontraremos al Diablo como un hogar eterno porque no habrá otro lugar al que llegar, con lo que también desaparece el anhelo expansivo de crecer y acercarse a ser Dios, para morir (con miedo y sin entrega) en el nihilismo, en el sinsentido y desesperanza que caracteriza el absurdo finito de la vida terrenal, sin un propósito ulterior o con uno aparente.

Texto agregado el 01-08-2023, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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