L’aura mia sacra al mio stanco riposo
spira sí spesso, ch’i’ prendo ardimento
di dirle il mal ch’i’ò sentito et sento,
che, vivendo ella, non sarei stat’oso.
Francisco de Petrarca
Antes de cortés, nuestro amor
ya fue fino, puro y perfecto,
después fue sublime;
se nos fue de las manos.
Antes de cogernos la mano
o soñar con el galardón,
ya habíamos penado de ansía,
de deseo, de dolor en la distancia
por ese nuestro amor tan galante.
Sublimamos nuestra mútua coita,
nos entregamos desesperados
a un noble amor deshumano,
un ideal de armonía y de belleza
que cambió tan refinado proceder
por una deselegante apetito carnal,
tu cuerpo en el mío: un deseo lascivo,
mi ser con el tuyo unido: frenesí.
Aprendimos de nuestros gestos,
de nuestra mutua veneración
y nos entregamos a una pasión
que nos unió sin más distancia,
sin más divinización ni poesía
sin más velados suspiros ni lágrimas
y creímos haber alcanzado el cenit.
Mas, ese amor sublime, sin límites
fue nuestra condena, nuestro fin,
el tiempo fue deshaciendo el encanto;
nuestra atenta mirada se disipó,
entre el sueño y la evasiva justificación.
Procurando los detalles, el porqué,
fuimos dando nombre a cada gesto,
a cada mirada, a cada abrazo
hasta catalogar cada movimiento,
cada roce, cada toque, cada caricia
y ya nada nos fue igual;
nuestro amor se hizo costumbre,
un calculado sentimiento,
una prescrita cortesía apaciguadora
que serenó nuestros corazones
y nos devolvió nuestro amor distante,
ese que un día ya fue fino, puro, perfecto:
CORTÉS.
JIJCL 23 de julio de 2023 (Revisitado)
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