—¡Ya no aguanto! No puedo ser estudiante, cuidar a mi hermano, y hacer las tareas de la casa. Y luego…mi papá … ya no aguanto.
Iba a decirle que tuviese paciencia cuando entró la enfermera.
—Se terminó la visita.
A la salida me topé con su padre. Serio. Me miró inflando los cachetes.
—¿Le dijo algo?
— Qué tendría que decirme.
— ¿Le contó por qué tomó tantas pastillas?
No le contesté. Se dio cuenta que no le respondería, aunque supiese.
Le tembló el bigote y volvió.
—Solo quise saber el porqué. El trabajo me exige estar las veinticuatro horas en servicio. La dejo sola en el departamento y le doy más responsabilidades de las que puede soportar. Como padre tengo la obligación de saberlo todo. Entienda…
—No sé porque habrá tomado esa decisión.
—Yo también fui joven. Soy amigo de usted, puede tenerme confianza.
—No entiendo. le dije. «como putas madres no iba entender, este cerdo estaba poniendo en duda el honor de su hija.
—Creo que si me entiende. Confió que no sea así. —¿tiene algún teléfono donde llamarle?
—No.
Me había despedido hace cuatro días de ella y ayer recibí el telegrama de que estaba hospitalizada. Con el dinero de mi mesada volví a mi ciudad para saber de ella.
Llegué a la capital por la madrugada y por la mañana estaba en la clase de anatomía. En la noche, en la casa de huéspedes, el compañero gruñía y roncaba. Aún recuerdo esa noche: mi cansancio de cuerpo y alma y el ronquido porcino que hacía que me despertará y como un reflejo le daba un golpe a la cabecera de la cama.