Los días previos a la cita con el médico me imaginé que tenía por cabeza un cubo y una pelota rebotaba una y otra vez en las paredes. Había armado los posibles escenarios y me devanaba los sesos de tanto pensar. Sentí que no llegaba a nada y desistí.
El día de la cita, cuando regresé de la escuela mi madre me dijo: “Vas a ir con el médico. Hablé con su secretaría para confirmar”. “¿Tú no vas?” “Me duele mucho la cabeza, la presión la tengo alta. Estaré en reposo. Te acompañará mi amiga Soledad.
Después de que salimos de la consulta me relajé. Pasé sola, me hizo preguntas acerca de mi menstruación. “Todo va bien, así que no le movamos nada sigue con las mismas pastillas”. Me dio una orden para estudios de laboratorio y otra para un ultrasonido, que me los hiciera antes de la próxima consulta, que sería en seis meses.
Estuve a punto de confiar en él y decirle que mantenía relaciones; me arrepentí en el último momento.
La construcción estaba habilitada como un pequeño estudio. El viejo escritorio, el sofá-cama, que era un estorbo para mi madre, encontró cabida. Un librero del abuelo. Lo mejor era que disponía de un baño completo y en funciones. Descubrí al quitar trebejos una puerta de metal, que formaba parte de la barda que limitaba la propiedad. Si la pudiese abrir me llevaría al callejón. Conseguí limpiar el óxido de los años, pero no fue suficiente. Estuve a punto de decirle a mi padre, pero guardé silencio. A diario la empapaba de líquido antioxidante que me vendieron en la ferretería. Tras muchos intentos logré que se moviera. Algo la trababa y es que por la parte de afuera estaba cubierta por yedra, y la ocultaba. Me pregunté: ¿Una puerta disimulada?
Mi desconocido me regaló un móvil, me dijo: “este móvil solo será para hablarnos. Yo me encargaré de que siempre tengas datos”. Encontrar un hola era suficiente. Le hablaba si me sabía sola “Ten la seguridad que yo no te hablaré, aunque me muera de ganas. Hablarte sería ponerte en riesgo. El día que te sientas segura me presentas a tus padres y formalizamos un noviazgo.
La casa tiene alrededor de un siglo. Fue construida por mi bisabuelo. Mii abuelo, lo que es ahora mi estudio, la destino para servidumbre. Un día de no sé qué año se cerró con todo y trebejos. A un lado hay otro cuarto que está cerrado. Me pregunté ¿qué habría allí?. Le dije a mi mamá y me mandó con mi papá y no me contestaron. Mi madre tiene fobia a los ratones, así que le dije que en el patio había, y que habitaban cerca del cuarto de trebejos. A tanta insistencia cedieron para que el cuarto se abriera y se le diese una remozada.
Volvió el albañil y solo pudo abrir la puerta a punta de mazazos. Un espacio que no recibía la luz del sol quien sabe cuántos años. “no te metas” me grito mi madre, deja que se oxigene.
Había de todo, pero lo más valioso fue encontrarme libros y libretas donde se apuntaba desde un kilo de manteca, hasta páginas deslucidas. Encontré otra caja, enterrada por el polvo. Creo que lo más valioso es una caja de madera labrada donde había libretas en mejor estado.
La razón del por qué me aferré a tener un espacio que fuese mío, no fue por capricho, ni por estar en soledad. La razón fue mi mamá. Meses de zozobra por ocultar el telefono de mi desconocido. Mamá no pide permiso para abrir la puerta de la recámara, cuando ella lo dispone entra. Revisa que todo esté en orden, que la cama esté arreglada, que la cortina no esté polvosa, que el clóset se mantenga limpio, y la ropa organizada. Si no le gusta, te enseña cómo se hace y luego vuelve para ver si ya lo hiciste como es. Mi adorado teléfono corría el riesgo de ser encontrado. Es cierto que lo que hace en mi dormitorio lo hará también en donde estudio, pero tendrá menos probabilidad de encontrarlo. Esa es la razón.
Limpié la caja, es una bella pieza de artesanía. La sorpresa es que tiene un compartimiento oculto donde hay sobres. Pondré mis ojos en lo que está escrito cuando el tiempo lo permita. Por el momento mi móvil ya lo escondí en el estudio.
En el silencio de la noche. Cierro los ojos y me encuentro con mi desconocido. « me veo en la playa con un sol tenue. Vamos abrazados. Miramos la infinitud, el borde de las olas con su espuma. En el cielo se oye el grojear de las gaviotas y cerca de nosotros un pelicano hunde su pico y remonta al espacio con un pez. Busca mis labios, lo beso y me dice “me gusta el sabor de tus labios y su mano me recorre el talle para sostenerse en mi cadera. “nada más el sabor de mis labios” le digo inocente. Y su mano me aprieta el muslo en el ángulo de mi nalga. Yo entiendo y regresamos a la cabaña. “Tengo hambre” ¿Hambre de comer? Sí, te quiero comer y me vuelve a besar con deseo.
Lo dejo dormir, fue él quien me hizo navegar entre el rumor, la espuma y mis gritos, que son más evidentes que un my Good. Es cierto, ya conocía la masturbación, yo no la busqué, fue ella quien se presentó una tarde que dormía con una almohada entre las piernas. Pero entre sentirte deseada y con tus piernas amarradas a su cintura hay un sol de distancia. Me doy cuenta que soy una mujer que disfruta el sexo y me entrego a él. Mi plenitud se la debo a él y me complace como a una diosa. Duerme. Me siento satisfecha. Lo descubro y su extensión reposa. Lo tomo, lo acaricio y él me contesta y se extiende, sin embargo, su dueño duerme. Es como si tuviese vida propia. Me acerco más y lo beso, lamo y me lleno la boca con su pequeño ojo. Lo hago no porque este excitada, sino por el placer intenso que me da. Mi boca, mis labios lo han agrandado, Es el sabor de él y… Ups, ya se despertó y me acaricia el pelo una y otra vez y una y otra vez sigo y sigo, Le doy placer y lo disfruto, lo excito y me excita».
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