No siempre ocurría así, pero en aquel momento era dueño de su espacio, del que lo circundaba. Por no se sabe qué clase de sortilegio, de vez en cuando, operaba una desposesión. Al ser dueño del espacio, se recobraba la soberanía para estar o salir, mientras que, enajenado el "locus"- que se dice así en latín-, no había más remedio que marchar o sentirse encerrado.
Los viejos estarían en la calle, al sol de aquel día de finales de invierno. No hacía falta verlo para saberlo. En unos instantes pensaba realizar la función deambulatoria de casi todos los días y lo podría comprobar. Claro era, si no se batían en retirada antes- los ancianos. Decir "los viejos" era una forma de hablar, pues la vejez, en aquel lugar, la marca, no la edad, sino los años o meses o días que le restan a uno de vida. Posiblemente la expectativa que uno tuviera estaba muy en discordancia con la realidad implacable- como se demostrara aquella mañana. Quizá el que te desearan la muerte también influía. Justa o injustamente, si te detestaban hasta tal punto, por una especie de presión psicológica, pulsaban el botón de vivir a toda costa, que no era sino otra manera de ir muriendo.
Aquel día era dueño de su espacio y, en consecuencia, era libre de marchar. Y así lo hizo. Algo le decía que detrás de aquella esquina, sin embargo, la misma que generalmente conducía a la visión del parque de aposento senil de la vecindad, al menos los días soleados, había animadversión hacia su persona, por no decir inquina, pero la dobló igualmente. Después sólo se oyó el percutir de un rifle. Alguien, desde el fondo de aquel espacio, había pensado aquel mismo día que el primero que apareciera y por sólo tal hecho, se hacía, mágicamente, culpable de algo.
En el pueblo, primero, y en el telediario, más tarde, lo explicaron, no obstante, de otra forma.
|