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¡La puta madre! Las calles están cortadas y llenas de barro y trabajadores de cascos amarillos que parecería que toda la vida estuvieron ahí. Por lo menos un año. Un año hace que están arreglando estas putas calles y el intendente se da el lujo de salir en la televisión diciendo que demoran porque hacen bien el trabajo. ¡Chantas de mierda! Manejo y mi hijo se asoma entre los dos asientos delanteros.
¿Estás bien, papá? me pregunta.
Largo un bufido, respiro hondo.
Las calles estas, hijo. Hay que dar mil vueltas para llegar a casa.
¿Mami, papá?
Entonces me sentí flotando en el vacío, algo me comprimió el pecho.
Está en el sanatorio porque le duele mucho la cabeza, Martincito.
Otra calle cortada. ¡La reputa madre! Doblo, cuando estoy llegando a la esquina, medio jugado, un poco más acelerado de lo que debería, pasa otro auto, un Audi, sin frenar, a todo lo que da por la calle transversal. Casi nos hacemos mierda. El hijo de puta ni siquiera atinó a frenar. Yo frené, clavé los frenos, giré y lo empecé a perseguir y a putearlo. El tipo tenía un Audi pero yo estaba furioso. Crucé varias esquinas sin detenerme y lo alcancé. Me puse detrás de él y empecé a empujarlo. Puteábamos. Nos detuvimos. Nos fuimos a las manos, un par de piñas, patadas, vinieron unos vecinos, nos separaron.
¡Llevás a tu hijo arriba del auto, puto! me gritó el tipo.
Lo miré a Martincito y estaba estupefacto, con los ojos abiertos como dos bolas de bowling negras, la boca abierta, el pelo despeinado.
Por suerte nadie llamó a la policía. El Audi salió arando y se perdió doblando la esquina. Yo respirando hondo, arrepentido de semejante espectáculo delante de mí hijo, me metí en el auto y manejé otra vez por ese laberinto de calles en reparación hasta llegar a mi casa.
***
Caminé por el pasillo de paredes blancas del hospital. Iban y venían doctores vestidos con ambos. Una mujer llevando a un anciano en sillas de ruedas.
¿La habitación 107?, pregunté.
Por allá señaló una enfermera.
Llegué hasta la 107, unos números dorados sobre un fondo de madera veteada. Me detuve frente la puerta. No me animé a entrar de una. Respiré profundo. Sentía miedo, enojo y tristeza.
Abrí.
Estaba Verónica acostada en la cama. Tenía una vía en el brazo. Su mirada fue inexpresiva. Me acerqué y agarré una de sus manos. La cobijé entre las mías. Les di un beso.
¿Qué pasó, Vero?
No aguanto más.
¿Cómo que no aguantás más?
No vas a entender. Un vacío. Siento un vacío. Ganas de nada. De morir. Caminar hasta la esquina, tirar la basura en el contenedor se me hace un esfuerzo inhumano. ¿no entendés, cierto?
Intento, digo.
No doy más. Solo quiero quedarme tirada en la cama y esperar la muerte. Cuando voy a esperar a los chicos a la salida de la escuela me siento sola, muy sola, aunque hable con otras madres, me siento sola, no sé cómo explicarlo, ni yo lo entiendo, pero sola, sola, así me siento.
***
Hablé con el médico.
Su esposa es bipolar, me dijo.
¿Por qué mierda no le dan antidepresivos?, pregunté.
Si le damos antidepresivos es muy probable que se ponga maníaca. Un estado que usted no desearía. Los maníacos gastan plata, mucha plata, se meten en quilombos, tienen sexo con quienes se les crucen, descontrolados, con una fuerza descomunal.
Me gustaría sentirme un poco así, pensé.
¿Pero qué van a hacer? ¿Dejarla morir?, pregunté.
Está bien, hemos evaluado, le vamos a dar un antidepresivo, controlado por antipsicóticos creemos que la va a hacer salir de la depresión.
¿Por qué no lo hicieron antes?
Es arriesgado.
Pero ustedes son pelotudos, mi mujer casi se mata y ustedes no se atreven a correr un riesgo, aunque sea el último riesgo.
Lo tomaremos.
***
Verónica me contó que se había tomado 50 gr. de paracetamol. Busqué en google. La gente se moría con 25 gr. Verónica siempre había sido así, si hacía algo lo hacía hasta el final. Pero se había salvado. Vomitó toda la noche, cada 15 minutos. Yo soy un pelotudo ¿cómo no me di cuenta? Ella decía que era una milanesa que le había caído mal. A veces uno no quiere ver o no puede ver o la vida ya es demasiado como para colmo pensar que tu mujer esté muriéndose esa misma noche. Pero no se murió vomitó la mayor parte del paracetamol ingerido. Los análisis hepáticos le dieron bien. Si el paracetamol hubiera hecho efecto le hubiera fulminado el hígado o sea las transaminasas deberían estar por la nubes. Transaminasas normales. Verónica también se puso contenta. No quería morirse, me confesó, pero ya no aguantaba más la depresión. Quería matarse para matar la depresión. Pero en el fondo quería vivir. Era joven, un hijo, un esposo, miles de cosas por hacer.
Deme antidepresivos, por favor, le pidió al psiquiatra.
***

Entré en la cancha, la billetera en la mano, lo encaré al profe.
Profe, por favor, véndame la pelota ¿Cuánto sale?¿tres mil?¿cuatro mil?
El profe me miró con los ojos abiertos como medallas.
Por favor, profe. Por favor.

***

Papi, si meto tres goles hoy en el partido ¿me llevo la pelota?, me preguntó Martincito.
No sé, hijo… no sé…
Pero sí, papi. Messi hizo tres goles el otro día por la champions y se llevó la pelota. Se llama hat trick.
No sé, hijo, no sé…
Pero sí, papi.
Bueno, bueno, si metés tres goles te llevas la pelota.
Martincito iba a una escuelita de fútbol en el Club Theyler. Un pequeño club de barrio donde un montón de chicos iban a divertirse. Jugaban entre ellos. No competían en ninguna liga. Lo hacían por diversión y eso me parecía bárbaro. Yo no aspiraba a que mi hijo sea un jugador profesional de fútbol, solamente a qué cuando creciera pudiera ir a jugar con los amigos, a comer un asadito, como lo había hecho yo por mucho tiempo y con tanto gusto.
Ese día me sentía flotando sobre una tristeza que era una bruma gris. Saber que Vero estaba internada. Se había querido suicidar. Dios mío ¿Cómo llegamos a esto? Yo no entendía como Vero teniendo a Martincito, como teniendo una vida, podía querer matarse, pero ella me había dicho que el dolor de la depresión era insoportable. Algunos amigos que habían estado depresivos me decían que la entendían. Yo no lo había estado nunca. Desde chico tuve que enfrentar la vida, trabajar desde los 8 años, no conocía que era la depresión. Siempre tuve que darle para adelante. Me daba un poco de bronca también. Cómo alguien se iba a quitar la vida. Era un cobarde. Pero no, no podía pensar así, Vero necesitaba que yo la contuviera, para eso tenía que estar. Cuando me descuidé Martincito ya había hecho dos goles. Gritaba desaforado cada gol. Si mete en un tercero de qué me disfrazo me preguntaba yo. Cómo hago para explicarle que no se puede llevar la pelota.
Y lo metió, la pelota quedó bollando en el área y vino él y la empujo al fondo de la red. Gritó con la boca abierta como si fuera a devorarse la vida. Los amigos lo abrazaron. Hat trick, hat trick, decían algunos. Nunca había visto a Martincito tan feliz.
Terminó el partido. Los chicos salieron. Alborotados, tumultuosos, a las risas y los abrazos. Algunos pegaban tragos a sus botellas. Los padres se acercaban a ellos. Entonces lo vi a Martincito que venía con los ojos llenos de alegría y supe lo que quería.
La voy a buscar, le dije. Metí la mano en mi bolsillo y palpé la billetera. Después me metí en la cancha y caminé hacia el profe.


Texto agregado el 11-07-2023, y leído por 86 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-07-2023 Excelente escrito. Lleno de sentimientos. Me gusta el ida y vuelta de contarlo. 5* la_tia_chechu
13-07-2023 Muy bueno. agubruno
 
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