Cuando Alfredo me procuró en Warwick, al norte de la ciudad de NY, comenzamos a bajar desde una montaña poco pronunciada. Y él combinó su forma de guiar con un interesante consejo acerca de los trucos para acceder a las más importantes carreteras del universo. Sin embargo, mi cerebro estaba ocupado por una indescriptible preocupación: el encuentro con un extraño olvido.
Y mi hermano insistía en lo aprendido durante años transitando por los vericuetos de tan importante estado de la nación norte americana. Pero mi mente no podía escaparse del trance, que él mismo, lo había nombrado, como ‘la primera muerte’. Y tenía razón, porque el olvido extingue el aspecto físico y también el afectivo.
Ya qué, según él, no solo se trataba de reducir el efecto de la sangre, sino el del importante origen humano. Mediante un descenso de la conciencia hasta un plano, que creo, es irreversible. Y nos acercábamos al momento del encuentro con nuestro génesis, qué sí bien venía también en camino, no era menos verdad, que una fuerza poderosa me empujaba a alejarme de élla.
Pero los cuarenta y cinco minutos de la duda concluyeron. Y tenía que verla, tan reducida, tan diluida en su propia sangre. Sin embargo, tan escrutadora con su mirada. Mirada que le anulaba su más puro sentimiento: el de madre. Y madre de notas sobresalientes y de abnegación sin par. Entonces, pensé en el destino futuro de aquel himno, qué siempre creí, sé había compuesto a su medida.
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