Extrañas sonoridades, rechinos casi imperceptibles, pisadas que parecieran aproximarse a nuestro lecho antes de licuarse en la penumbra. No son fantasmas, dice alguno y sólo es el material que se distiende y se reacomoda entre ronquidos nuestros o, lo peor, despertando a las tres de la mañana, hora de los espíritus, decían las viejas mientras se repantigaban delante del brasero. Hace unos días, sin que hubiese razón alguna, algo así como un zapatazo resonó en plena madrugada y para variar, lo escuché a un par de pisadas entreverándose en mi duermevela. Uno razona en esas horas febriles que todo aquello tiene explicación, pero la mente fantasea demasiado -¡Padre nuestro que estás en los cielos!- musitado como ensalmo, corazón al galope y lámpara que se enciende por el clamor tembloroso del dedo. Nada extraño salvo algún ronquido lejano. Voces disipándose en la distancia y algún vehículo que campea sobre el pavimento ya en reposo.
La lógica indica que todo ese miedo soterrado hacia lo desconocido debería apuntarse a algo mucho más concreto, es decir, hacia situaciones bastante terrenales, violentas y dolorosas. Prestar oreja y atención a cualquier cerrojo que rechine, pasos cautelosos en las sombras o empujones decididos para derribar la puerta. De nada servirá, por supuesto, si los malandrines ya traspusieron el área protegida y están a punto de encararnos. La pateadura viene segura y eso démoslo por descontado, requerirán joyas, artículos valiosos y transables como el agua.
Dicen los medios de comunicación que no se deberá ofrecer resistencia ante tanta vileza y mostrar la mejilla menos aporreada para que se la emparejen en el desastre. Se llevarán todo lo que les parezca vendible y dejarán un reguero de artículos menospreciados en los suelos, como alfombra del delito.
¿Cómo queda el alma tras este vandalismo? No lo sé, pero lo intuyo e intuirlo ya duele, cuando uno paga impuestos, gasta en cerrojos y portones eléctricos para que estos verdaderos atletas del crimen rompan sus marcas y con ello, la entereza de los asaltados.
Recuerdo haber sido apuntado por un trabuco que empuñaba con pulso firme un rapazuelo imberbe. No sé si esa arma portaba en su vientre algún proyectil, dado lo ridículo y anacrónico de su forma. Igual habría sido que me hubiese apuntado con una zapatilla o con un paraguas. El asunto inmovilizaba y no cabía la disquisición aquella. No alcé mis manos y sólo monedas guachas fue su escuálido botín. Luego, un escape tipo desbande del muchachón y un acompañante, mientras mi corazón no alcanzaba a acelerarse. Porque si ridículo fue el asalto, más lo hubiese sido saber que la zapatilla aquella, o el paraguas, disparaba.
Y como de delincuencia es el tema, Bukele entra al baile entre aplausos reivindicatorios y rotundo rechazo ante su exageración. ¡Mucha cárcel! dicen algunos, en donde los derechos humanos son arrasados sin compasión. Entran en su hotelería gigantesta moros y cristianos y el abuso es descomunal. Todos los gatos son negros en las noches salvadoreñas, pero los canes que vigilan tienen ojos fosforescentes. Todos a la capacha y allí se verá quién es quién. Lo malo es que quién no es quién y se debe tragar palizas surtidas hasta el hostigamiento, sin plazo de salida, mientras las calles salvadoreñas respiran a bocanadas ese aire fresco libre de delincuentes e inocentes casi por partes iguales. Por asociación libre, el nombre Duterte se dibuja claro en este asunto. Sabido es que las patrullas del hombre, por propia confesión y siendo alcalde de Davao, disparaban antes de preguntar y olían la droga hasta en las intenciones. El hecho concreto es que limpió las calles de su región de hechores y presuntos sospechosos, dejando tras de sí una mortandad que por muchos de sus costados apestaba a injusticia.
Aterricemos este asunto al plano actual. O al doméstico, que es el que pone los pelos de punta. Muchos son los que han invertido para transformar su vivienda en una fortaleza. Pero el asunto no va por allí y si repta por esos senderos es por pura mala fortuna. Ladrón que pone el ojo en su botín, no cejará en su objetivo y traspasará cercos y alambrería electrificada con el impulso de su engullelotodo. Mientras más resguardo, más jugosa será la recolección. -Mi casa es del barrio alto por dentro y de este barrio modesto por fuera- propalaba a los cuatro vientos una antigua compañera. -¡Porca miseria!- dirán algunos ante tanta precaución. Ya no recuerdo si la mentada era Riquelme o Poblete, pero supongo que también tuvo la precaución de invertir el orden de los factores, en este caso sus apellidos, si se dio el hecho para distraer malevajes. La cosa viene de bien lejos, por lo que se ve.
No aburro más con esta temática, porque intuyo que pronto me vendrá la modorra y de allí a los ronquidos, un suspiro. Despreocupado, ojalá, aunque después de estas letras, desconfiaré hasta de las pisadas de los gatos.
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