Hace un tiempo que vivo al inicio de una cuesta. Y, de hecho, mi casa está marcada con el número uno. De una composición de un tipo variado de viviendas, tal como los orígenes de sus ocupantes. Y tengo, solo en mi lado: norte americanos, ingleses, africanos, haitianos y algunos compatriotas. Pero lo simpático es la diferencia en el estilo de vida de cada cual. Sintiéndome más lejos, con los de cultura más cercana y viceversa.
Y todo comenzó con Fátima, la oriunda de Ghana, del oeste central del continente negro. Cuya presentación no pudo ser más peculiar: ‘Cómo tengo que salir antes de que pase la guagua escolar---me dijo---aquí te dejo mis dos pequeñas’. ¡Gracias! Y el ‘gracias’ resolvió la situación por mucho tiempo. Luego trajo otros hijos que al recogerlos, tomaban de nuestra cocina, lo que encontraran y todo con su gracia innata.
Pero cuando les suspenden el servicio de agua, cada hijo viene en su propio carro, a llenar una vasija, con el necesario líquido para su aseo personal. Sin embargo, lo más autóctono fue que su marido, una tarde vino a que le prestara mi máquina desyerbadora. Qué después de dársela, me ‘preguntó’ por la gasolina. Y, al cabo de varios usos, me la dejó frente a mi puerta con la siguiente nota: ¡A tú máquina sé le fundió el motor!
Entonces, los componentes raciales y culturales que debieron encontrarse para nuestra existencia, me exigieron una revisión. Qué no hice, hasta que una tarde, Fátima me trajo de regalo, una bandeja repleta de vegetales al borde de la putrefacción.
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