No es sólo contemplar sin inhibición alguna esos agujeros negros que agoran lo indecible. Dilucidar las sombras que dibujan sus bocas, desvelar el misterio que los reviste, esa atracción que instiga a los más audaces a abalanzarse sobre ellos y rasguñar alguna huella que traiga consigo un mínimo atisbo de respuesta.
Tarea imposible, pese a ese entrecejo suyo que quisiera no perder la temperancia ni abatir el temor ante lo desconocido. Las estrellas poco tienen que decir en este asunto y trazan su parte del mapa celestial sin querer involucrarse en curiosidades ajenas.
La escena recrudece en su tensión, alguna señal, un fundamento, sólo pasos inaudibles en la noche que pudieran ser los astros que en el silencio se delatan. Corazón que administra el fragor del torrente sanguíneo contaminado por la gesta, por lo profundo del vértigo. Distancias, interrogantes.
Los agujeros parecieran relucir en la penumbra y se diría que tienen la facultad de sincronizarse en sus movimientos, los adivina más que los contempla sin que un pestañeo le haga perderlos de vista. Su vista su obnubila, es amortajada y cada rastro desaparece, tornándose todo elusivo, pero por lo mismo, pulsándose a fondo la tecla de lo inquietante.
La religión reajusta a cada momento los devaneos del ser, los coloca en un punto exacto en que la virtud es la hora cero en esa circunferencia improbable en que el pecado se niega a ser encuadrado.
Nunca le gustó la iglesia. Y en eso, involucraba a todas las religiones que sobreviven cada día comerciando créditos de virtud con sus prosélitos e intercambiándolos por dinero mundano, monedas pringadas que corren de mano en mano.
Ojo oculto, noche velando la noche, admira el pulmón cibernético de ese telescopio espacial que se adentra en lo más profundo de los barrios celestiales. Robot y espejo, discernimiento encuadrado en planillas binarias que le roban el éxtasis y los latidos, todo lo conocerniente a la emoción sólo diseñada para desbocarse en el aliento humano.
-Hijo mío.
Y la voz del sacerdote se apaga al ritmo de las esferas, pero siguen resonando en su tictac moralista resignado.
Sigilos. Un candil que siempre ha alumbrado todo, aunque los ojos estuviesen imantados en esos agujeros.
Las horas, largas y aceradas de esos atardeceres desprovistos de señales. Sólo astros haciendo la posta rutinaria dibujando una estela luminosa que se perpetúa en la penumbra. Cielo y misterio, oraciones difusas en el concierto de ecos, lloros y promesas, esperanza y desaliento. Y los curas o cualquiera que sepa enhebrar una esperanza para dibujarla en el pecho de algún arrepentido, yo pecador, tú que estás en los cielos, estación espacial que se interpone entre peticiones y respuestas celestiales. ¡Como se confunden los pensamientos en esta espera tan prolongada y sin esperanza alguna!
El día que también vela sus fulgores o es el corazón del hombre el que se repleta de silencios, de fúnebres invocaciones. Arrepentirse, no lo sabe, los astros que le coquetean cada noche antes de proseguir su rumbo en sus autopistas esteladas, algo intuirán.
Pasos, breves pasos estrechándose, rumor de metales y pisada silente, un pequeño paso para un hombre, paráfrasis atroz en este trayecto que también es vía crucis.
El cielo es testigo, avaro personaje que guarda para sí todos los misterios, las estrellas, las constelaciones, las novas y los agujeros, esos agujeros devoradores, infinitesimales, cimbrándose impávidos delante de sus ojos.
No aceptó el bautismo, ¿para qué? ¿para qué? Divisó el germen de un rictus en el rostro impávido del sacerdote. Una negociación fallida, puntos perdidos en esa carrera onírica hacia la cúspide. Otro astronauta más dirigiendo los rebaños desde su estación espacial sita en el Vaticano. Para allá dirige sus ojos, a las alturas, ojos de cordero degollado que sólo entiende que su destino es ser deglutido. ¿Trascendencia? Contiene una amarga carcajada.
Luces, voces sofocadas, ese paso a paso suyo silente marcado por los grillos, los de la noche cercana y los que resuenan en su caminata.
Velan su mirada. Pero lo presiente todo, quisiera ser Armstrom pisando por primera vez la luna, liberado de todas las matrices, de la tierra, de las convenciones, del universo todo que aguarda virginal. Quisiera ser Gagarin y descender a vuelo de pájaro sobre la Capilla Sixtina para hacerle una morisqueta absurda al papa, a ese que es papa, patata y que la RAE le niega la mayúscula. ¿Será una argucia anticlerical aquella la de esta realeza que resguarda las palabras? No se sabe ni se sabrá, porque el cura ya tiene La Biblia en sus manos trémulas, ¿por qué La Biblia y no la biblia? Respeto absoluto, como el de ahora, plagado de suspiros nerviosos, de estrellas fugaces, silla dispuesta para que este aprendiz de astrónomo otee alguna respuesta entre sus circunvoluciones.
Se distrae. O quiere hacerlo, pero ello es imposible en un instante en que todo se radicaliza y la voz no le alcanza. La del cura que se escabulle entre sollozos fingidos. Y comprende que serán esos agujeros negros los que develarán su secreto y tragarán su aliento cuando una orden que no provendrá del cielo sólo grite, con una voz que intentará ocultar cada acento de humanidad, cierto gemido involucrándose malicioso, un sonido que ya no es voz, sólo cortando el viento y el tiempo, pregonando el final y esos disparos y esas balas proyectándose en el espacio tiempo para cumplir con una sentencia que tampoco acabará con algo.
|