Aquella mujer estaba muy contenta por tener los ojos azules, y se le notaba bastante. Ambas cosas. Unos ojos violáceos como sólo la Gran Bretaña da. De ahí la mención al hecho, pues Violeta- como sus propios ojos- hablaba en castellano. No siendo tampoco casual la circunstancia, pues ambos progenitores- los suyos-, eran de mirar azul. Creció en sabiduría y bondad, como dicen que le pasó también al protagonista de nuestra era, y llegó el día en que, según la tradición, y como a otra muchacha en edad de merecer cualquiera, su madre se dispuso a bordarle su ajuar. Un baúl lleno de ropa de cama lo constituía.
A pesar de ello, o quizá por tal razón- la de la inusual rareza de su mirar-, pasaron los años de largo en su vida. Aquellos ojos azulados estaban, se veía, para el ojo cinematográfico o teatral, no para las eras de pan trillar- que era lo que daba aquel erial.
El tiempo la hizo "moza vieja" y en la soledad de la casa- sus padres, ancianos, habían dejado ya el mundo real- un día, a modo de acto de rebeldía, abrió el baúl del ajuar; tiró sus sábanas viejas y lo empezó a usar. Ocupó la cama de baldaquino que había en el caserón que heredara de aquéllos, y entre tales preciosistas bordados, tersas y perfumadas sábanas, se sintió reina por un día.
Aquella noche soñó que era Cleopatra- encarnada en el cinematógrafo por Isabel Taylor, de rara mirada cárdena también-, y que un Richard Burton cualquiera- coprotagonista del film mentado- hacía de partenaire en aquel cine de sábanas blancas que su propio ajuar acabó por transformar.