Al calzarme los tenis tuve una duda. Me llevaba la bicicleta o hacía caminata. Opté por la marcha, podría ir lento y ver a la mocita. Di una vuelta a la cuadra y ella salía. De trenzas, la blusa azul y calcetas rosadas. Su mamá la despedía. Ella me miró, sonrió discreta y elevó una ceja. Pasé frente a ella, sacando el tórax, metiendo la panza y tensando los glúteos.
—¿Qué anda haciendo usted por aquí?
— Tengo una sorpresa que te gustará.
— ¿Y cómo sabe que me gustará?
—¡Oh!, lo sé, lo sé.
—¿Y qué es?
—No te digo, es una sorpresa.
—Pues si no me dice, no voy.
— Te daré una pista. Es algo que todas las mujeres quieren, pero que pocas pueden tener. No te digo más. Aceleré la marcha.
Para quitarme la inquietud trabajé sin descanso, a veces la mirada iba hacia al cajón donde tenía el regalo. Tanto silencio era molesto; me preocupaba que le hubiese dicho a su mamá.
Al mediodía la gente corre, es la hora en que salen los escolares, Volví a mi trabajo. Entró sigilosa. Me tapó los ojos y recargó el cuerpo sobre el mío. El olor de su piel y su peso sobre mi espalda me alteraban. Pude controlarme.
—¿Quién es?
—La vieja Inés
—¿Qué quiere Inés?
—El regalo
Suspiré. tuve que fingir calma.
—¿Dónde está la sorpresa?
Retiró sus manos y se sentó con las piernas cruzadas en el mueble. Iba a dárselo, pero me detuve.
—Es que el regalo amerita algo especial, se puso en guardia, —No te asustes.
—No me asusto.
— Pensaba llevarte a comer y después darte la sorpresa.
—No pedí permiso.
—Puedes hablar por teléfono.
—Nunca he pedido permiso de esa manera.
— Siempre hay una primera vez.
Se quedó pensativa. Aproveché para decirle.
—Anímate, no tardaremos.
— ¿A dónde iríamos?
— Cerca, por el río. Compramos comida, y hacemos un día de campo. Como es entre semana no hay gente.
— No, mejor me quedo sin regalo.
No insistí, pues era evidenciar, así que le dije:
—Allá tú, si te lo pierdes...
Me acerqué y quedo le dije que no tardaríamos. Sonrió.
—Pero cómo aviso a la casa.
—Háblale a tu mamá por teléfono
—¿Y qué le digo?
— Qué vas a hacer una tarea.
Tomó el teléfono del escritorio y marcó. — Mamá, olvidé decirte que mañana tengo que entregar un trabajo, te pido permiso para ir a casa de una amiga. No me sé su teléfono, pero de allá te hablo, para que sepas dónde estoy.
Colgó el teléfono y se me quedó viendo con ese chinito que se le iba de un lado a otro y se lo acomodaba soplándole. Yo conducía por calles poco transitadas. ¿Qué tienes, te comieron la lengua los ratones? Sonrió forzada. Manejaba con precaución, pero con el rabo del ojo veía que su rostro se había endurecido. Traté de distraerla, yo también sentía ansiedad. Ella lo percibía, porque se ladeaba en el asiento, de tal manera que solo se le viera parcialmente su cabellera.
Cuando llegamos a la cinta asfáltica, el rostro recobró su encaje juvenil. Me puse a tararear una canción de los Beatles y se me quedó mirando con cara de “y esos quienes son” comprendí y sin decir nada saqué un compacto de Riki Martin.
Estacioné el carro detrás de unos árboles; nos apeamos y a escasos metros corría el brazo del río que ofrecía sosiego. Con papel periódico improvisamos un mantel. Ella tenía hambre, pero no se atrevía. —Eres bien melindrosa —Le dije, al mismo tiempo que tomaba una porción y lo devoraba con gusto.
—No soy melindrosa.
Le abrí una lata de refresco y para mí una cerveza. Se quitó los zapatos, las calcetas y la falda escolar. Debajo traía un short deportivo. Se fue a jugar: correteó ranas, brincó charcos. Puso las latas en fila y empezó el juego del “tiro al blanco”, se divertía. Preferí cerrar los ojos y relajarme. Dormitaba. Cuando un chorro de agua me despertó. Tiré manotazos. Se puso fuera de mi alcance. Corrí, pero fue un intento vano. Simulé un ataque de tos y de asma. Se acercó lo suficiente y la sujeté. Sentí su redondez dura, y admiré el rojo intenso de sus labios. En un descuido, su cuerpo elástico escurrió y se fue hacia la corriente. Mi excitación se volvió angustia. Ella manoteaba, se hundía, sus cabellos daban vueltas como un remolino. No lo pensé y fui tras ella. Sentía que el corazón se atragantaba en mi cuello. Al alcanzarla la sujeté del tórax. Sentía su desguanzo. Cuando pude verla a cabal conciencia, soltó una carcajada. Ella fingía, pero el susto casi me mata. Chapoteó de nuevo con su risa de traviesa por las corrientes mansas del río.
Ella retozaba. Seguía como un rehilete sin freno, pero el ejercicio intenso terminó por cansarla. Había en su cara un desfile de bostezos. Subió al carro y emprendimos el regreso.
— ¿A poco se asustó?
La miré con fingido enojo.
—Oiga, está muy velludo, parece mono. —¿Qué horas son?
—Van a dar las 4 de la tarde,
— Le dije a mi mamá que llegaría a las 6 o 7 de la tarde, ¿puedo dormir?
Despertó porque detuve el carro,
—¿Dónde estamos?
No le contesté, salí, ordené unas bebidas. Ella seguía recostada. Ven. Le di la mano y ella me volvió a preguntar.
—¿Dónde estamos? -
Estamos en un hotel de paso, para que descanses y puedas darte un baño-
—Mejor lléveme a la casa.
—No estaremos mucho tiempo solo el necesario
—Pero....
No la dejé terminar, la tomé del brazo y la conduje al interior del motel.
—Oiga, esto es malo.
—Esto no tiene nada de malo, es sólo un cuarto donde podrás asearte, dormir un rato si lo deseas, y arreglarte.
Me miró, le sonreí y su cara se aflojó.
-—Tengo mucho sueño.
Duérmete, yo te cuido, seré tu ángel de la guarda
—¿Y qué tal si no lo es?
Tomó la almohada y se la puso por debajo de sus hombros. Le aventé la sábana.
—Quítate la blusa, sino la vas arrugar, tápate.
Me fui al baño. No pude evitar ducharme.
Dormía profundamente y la sábana se había deslizado dejando al descubierto sus senos.
No pude más que exclamar: ¡Qué difícil!, ¡Qué difícil!, verla dormir con sus manos en una actitud de oración. Es una niña cansada. Pero en esos hombros hay dos mundos. Esas manos tienen la gracia para dibujar en el viento y la cadencia de otorgar una caricia. Con el pantalón puesto me recosté a su lado, escuché su respiración.
Mi mano acariciaba la línea que corre de la cintura a la cadera, una, dos y varias veces, ¡cómo creerlo!, llegué hasta más, exploré la columna de su muslo. Mi corazón brincaba. Volví hacerlo con audacia, hasta descansar mi mano en su rodilla. Veía entre el desorden de su cabello, su arete prendido a su pequeño lóbulo y mis labios estuvieron cerca de besarlo. Tosió abruptamente. Su cuerpo se acomodó de lado, y profundizó su sueño.
En la planicie de su espalda veía el arroyo cortado por la tira del sostén. Tímidamente le puse la mano en la cintura, mi brazo izquierdo hacía ángulo en su cadera y la punta de mis dedos en el vientre. La redondez de los glúteos se adosaba a mi abdomen y mi latido se había evidente. Me mordía los labios.
Estaba a punto de irme al sofá de la alcoba, cuando su mano jugaba con los vellos de mi brazo, ¡Quedé helado!
–Me hace cosquillas. — dijo.
Mi beso cayó de la nuca hacia su espalda; me pegué más. La rodeé con mi brazo y palpé la superficie de su vientre. Bajé mi cremallera. Me introduje dentro de la sábana. Destrabé el broche y busqué la solidez de sus pechos. Sus senos tibios despertaban entre mis dedos. Su resistencia de: “estese quieto, qué me hace,” se fue disipando. Besé y lamí cuello, sus hombros. Abarqué las lunas de sus senos, sus pezones se abrieron y el cielo de mi boca me pedía a gritos su areola.
Loco, loco de sexo tierno, troté con mis labios por toda la primavera de su abdomen, me detuve a beber en el pozo de su ombligo y recorrí caminos que me llevaron a los muslos. Sus manos tomaban mi testa y la empujaban, gemía. Saltaba mi amigo hasta el cielo, pero mi mano apretó, apretó, y grité de dolor. Seguí apretando, mordí mis labios y hui hacia el baño, para desaparecer mis lágrimas y el sudor de mi cara.
—¡Vístete! qué se hace tarde. Le grité desde la regadera.
Diez minutos después estaba arreglada y luciendo su chinito que coqueto iba y venía por el corredor de su frente. |