Envié unos disquet de 5 1/4 a una tienda y recuperaron varios relatos, escritos por allá por los noventa.
Los mellizos (Valdivia. Año 1972.)
No recuerdo bien cómo se inició esta historia. Los años que recién pasaron son más cortos que los anteriores y se me mezclan las fechas. Sólo como referencia, concluyo que aún me faltaban un par de años para finalizar la enseñanza media.
A esa edad eran muy importantes los juegos de grupo, los paseos caminando o en bicicleta. Era la edad de la pubertad.
Me fijé en una niña. Sintonizamos pero me era imposible acercarme a ella a conversar. Existía un obstáculo mayor: su hermano mellizo siempre estaba con ella. Se me ocurrió acercarme a él para ganar terreno, y funcionó a medias: terminé formando un trío inseparable. La idea de estar a solas con ella se esfumó.
Así pasamos un año: caminatas diarias por los pasajes, ella en el medio, y yo a veces atreviéndome a tomarle la mano. Desde mi casa vigilaba que saliera sola, la interceptaba en la esquina… pero siempre aparecía el mellizo. Me estorbaba, y había que hacer algo.
Un día, en el liceo, hubo una exposición invitando a los alumnos a postular a la Escuela de Grumetes. Mirando los afiches se me ocurrió la brillante idea de convencer a mi amigo de postular. Una broma, nada serio. Pero él se entusiasmó de inmediato. No sólo quería inscribirse: también pretendía que yo postulara con él. De pronto me vi envuelto en una aventura que jamás había considerado.
Los dos comenzamos una campaña para reunir certificados y exámenes médicos. Yo debía rebuscármelas sin contarle nada a mis padres. Llegó noviembre, fecha de exámenes en Puerto Montt. La hermana, al ver la inminente partida, redobló los intentos de retenerlo. Lo abrazaba, lo suplicaba. Yo, inconsecuente con mis deseos, reforzaba su determinación: “No podemos dejar que nos corten el futuro”, le decía, como si yo también estuviera en juego. Su familia, que al comienzo se oponía, terminó cediendo. Incluso organizaron una despedida. Yo fui el invitado de honor.
Llegó el pánico. El día de los exámenes yo estaba enfermo, fulminado por una colitis. Él vino a despedirse. No hubo reproches. Se fue acompañado de su padre. A los pocos días volvió con esperanza: muchos habían sido rechazados, él no. En casa, las tardes se volvieron tristes, como si ya no hubiera espacio para bromas.
Finalmente fue aceptado. Su familia lo acompañó a la estación. Caminé junto a él y a su hermana por el andén: una sensación extraña, porque su partida significaba para mí también un triunfo silencioso. Y así fue. Con él lejos, por fin pude estar a solas con ella.
El tiempo pasó. La rutina del colegio me absorbió. Ella comenzó a faltar en nuestras caminatas, parece que tenía su propio grupo. No recuerdo el momento exacto: sólo lo sentí, y ya.
El mellizo volvió en marzo de visita vestido de marino, provocando admiración en el barrio. Pero conmigo fue distinto: al hablar con él, sentí que no había motivo de orgullo. Éramos dos extraños. Al poco tiempo mi familia se mudó, y lo perdí de vista.
Pasaron los años. Con casi veintitrés, ya terminando la universidad, me encontré con él de nuevo. Me contó, de forma breve y mecánica, cómo había sido su vida en la marina. Lo dijo como quien repite una confesión aprendida.
—Los primeros días fueron terribles —recordaba—. A las cinco de la mañana nos sacaban a la playa, de noche, con frío y lluvia, sólo en traje de baño, camiseta, botas sueltas y una toalla en el cuello. Al mar sin protestar. El cuerpo entumecido, los dientes castañeando. Luego, marchas interminables con fusil y mochila. Si rendía mal en los estudios, no había salida. El tormento era acumulativo: el frío me acompañaba todo el día. Y en la noche lloraba arrepentido, deseando despertar de ese infierno.
Eso no fue lo peor. Lo peor vino con el golpe de estado.
Lo mandaban a allanar casas, a golpear, a caminar sobre cuerpos tendidos en los pasillos. Veía cómo torturaban a personas para arrancarles información: primero militantes, después vecinos, más tarde hasta familiares. Nunca entendió cómo algunos de sus compañeros podían reír mientras lo hacían. Peor aún: no había dónde reclamar, porque eran los superiores quienes daban las órdenes.
Me confesó que a veces soñaba con esos gritos y despertaba empapado en sudor. La inocencia de sus diecisiete años se los robaron cuando entró a la marina.
Terminó enfermando. Con licencias reiteradas lo apartaron. Ahora trataba de rehacer su vida buscando trabajo flexible para terminar la enseñanza media. Dos años en uno, decía, como si los cuadernos y los diplomas pudieran saldar la deuda que la vida le había cobrado.
Lo miré. Comprendí que lo que cargaba no eran papeles pendientes, sino culpas y recuerdos que no había pedido. A esa edad en que otros apenas descubrían el mundo, a él lo habían convertido en un engranaje de la violencia. Nunca sería libre del todo.
Lo miré y comprendí que no eran los diplomas lo que cargaba, sino culpas y recuerdos que no había pedido. La broma adolescente que buscaba librarme de un mellizo inoportuno se transformó en su quebranto. Yo sólo quería tardes a solas con una niña; él terminó arrastrando noches de pesadilla y órdenes que nunca debió cumplir.
La vida siguió para ambos. Cada vez que recuerdo aquellas caminatas, esa mano tibia, inevitablemente aparece su sombra al medio: el mellizo, el amigo que se llevó consigo la carga más pesada de todas.
Al final entendí que la memoria no sólo nos devuelve momentos felices, sino también la responsabilidad silenciosa de aquellos a quienes arrastramos, sin querer, al borde del abismo.
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