Lo cierto es que el bueno de don Eusebio falleció un día cualquiera, pero uno de esos que se caracterizan por ser lluviosos y tristones. Su tumba la señaló una cruz blanca en un descampado que se extendía detrás de los mausoleos y lápidas de los más pudientes.
La gente lo reconocía a lo lejos por su indumentaria, que al parecer era la única que poseía: un abrigo roñoso que lo cubría casi por completo y un sombrero alón que le ocultaba gran parte de su avejentado rostro, del cual sólo se podía divisar una barba canosa muy mal cuidada y nada más.
Conocido era por su transitar cansino en medio de la ancha y terrosa callejuela despidiendo vahos de polvo que parecían anunciarlo, así como esos efectos gaseosos y lumínicos que utilizan las estrellas de rock cuando se aprestan a salir al escenario.
El asunto es que seis años después, una mañana soleada y calurosa hizo su aparición por la misma avenida, caminando con ese andar desprolijo que levantaba polvo y maldiciones de las señoras. Fue doña Rosa Molina la que puso la voz de alerta al toparse en un recodo con el finadito, que esta vez piteaba un cigarrillo. Cosa extraña si nunca se le vio consumiéndose los pulmones con semejante vicio. Pálida y desencajada, acudió al almacén más cercano para correr su trémula voz.
-¡El viejo Eusebio resucitó! ¡Lo acabo de divisar en cuerpo, porque de su alma no me pronuncio!
Todos abrieron tamaños ojos primero y una vez aposentada la sorpresa en cada uno, razonaron:
-¡No puede ser, pues doña! ¡Si el viejujo se despachó hace mucho rato y ni huesos debieran quedarle!
-Lo que usted vio fue un espejismo. Efecto del sol y el calor que se encabronan para engañarla a usted con eso que se asemeja a una aparición.
-¡Lo vi con estos ojos que Dios me dio! ¡Nada de espejismos ni cosas por el estilo! - porfió la señora.
-¿Así que venía fumando el viejo? A lo mejor un gusano le pegó el vicio – repuso otro, provocando risas sofocadas.
Como doña Rosa era conocida por fabular y crear historias en que la mentira iba riéndose para sus adentros, la mayoría pensó que este era otro cuento más que se le había ocurrido a la doña para llamar la atención.
Esto habría sido todo si no es por don Torcuato, que acostumbraba a sentarse bajo un aromo para echarle una mirada a unas revistas del año de la pera. Mientras admiraba las estampas ya ajadas e intentaba leer un pie de párrafo, así como de refilón se le apareció una sombra que adquirió fisonomía y que se aproximaba a él en medio de la polvareda. El viejo lanzó la revista lejos y levantándose de su silla de un brinco, como jamás lo habría hecho en sus otros días, pegó un alarido y arrancó tal si hubiese visto al demonio.
La historia del viejo, contada al vecindario, fue cotejada con la de doña Rosa y todos pensaron que algún tipo de locura colectiva estaba afectando la mollera de ciertas personas.
-¡Créanme o no, yo lo vi! ¡Lo vi! ¡Venía caminando a paso quedo pero derechito a mi y era re´tanto mi miedo, pero a la pasadita alcancé a fijarme que al tipo le faltaba la mandíbula de abajo!
-¿Y que tanto -terció el Moncho, conocido por ser bromista -si hay algunos que ni cerebro tienen y andan muy campantes por la vida?
Groseras risotadas tuvieron el poder de achunchar al pobre don Torcuato, que se sintió ridiculizado por ese gentío que por lo general era amable y considerado.
Y así se fueron sucediendo los relatos de las personas que se habían topado con el fantasma de don Eusebio. Una señora dijo con una voz a la que parecía mezquinársele el aire que lo había visto sentado bajo el alero de una casona abandonada y que tenía un ojo que se le había desprendido de su órbita por lo que con uno la miró a ella y con el otro a una señora que caminaba despreocupada por la esquina.
Para calmar las aguas, alguien propuso que debiese hacerse una misa por la memoria de don Eusebio, por si alguna deuda le quedó sin cancelar antes que la parca se lo llevara retobado. Y que el señor cura lo liberaría de cualquier calilla para que se fuera a dormitar de nuevo en su catafalco.
El padre Andrés convino en realizar la misa in memoriam de don Eusebio, recordándolo por lo poco que se le conocía y por lo mucho que empolvaba al vecindario. Todo el pueblo acudió al servicio para prosternarse, rezar y entonar a voz en cuello las canciones de rigor. La monserga del sacerdote se reproducía con ecos que replicaban sus palabras hasta hacer inentendible el discurso. Pero los fieles, asentían con su cabeza porque entendían que era verbo sacro, aunque un tanto machacón que se estrellaba en las paredes para regresar a sus oídos.
Las apariciones de don Eusebio cesaron por obra y gracia de la misa. O porque, antes que se hiciera polvo, acaso fue una nostalgia de muerto que ve como la nada absoluta ya lo ronda y quiere echarle un último vistazo al vecindario. Para ser sincero y terminar de una buena vez con este relato, prefiero pensar que todo aquello fue algo parecido a una histeria colectiva porque no es que los finaditos anden por estas callecitas de Dios mostrando sus miserias óseas. O acaso… mejor termino que esto me pone un tanto nervioso.
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