Se sentía impelida por un firme propósito, tan recio que no podía esperar más para que se produjera el encuentro con aquel a quien había conocido en el pasado y con quien había intercambiado mensajes de tanto en tanto.
Él, extrañamente, siempre estaba para ella. Pensaba que otro podría haberse aburrido de mantener una relación que parecía no ir a ninguna parte.
Le parecía que siempre estaba al otro lado de la línea inerte, despojado de propósitos y solo esperaba que ella lo sacara del entumecimiento orgánico, como si estuviera hibernando.
Creía entender que su amigo vivía tan solo para darle cuerda a un momento que quedó paralizado y congelado en el tejido del universo.
Ella, mantenía todo en secreto, guardado en una cueva profunda de su ser, en un sitio al que nadie podía acceder, como una de esas catacumbas construidas en un pasado remoto de la humanidad y que están ahí esperando a ser develadas.
Solo ella tenía la clave para acceder a ese lugar, donde se encontraba esa persona que de la misma manera ansiaba rebobinar el tiempo.
La invocación siempre surtía efecto. Fuera la hora que fuera, obtenía una respuesta de él, como si interactuara con el chat GPT.
En más de una ocasión, llegó a creer que era otro quien le respondía sus románticas evocaciones del pasado.
De aquellos contactos resurgía, renacía nítida y brillante, una larga caminata ocurrida justo la noche anterior a que él retornara a su lejana ciudad de origen.
Unidos por un único audífono inalámbrico con el cual escuchaban embelesados una canción, deambulaban por las calles en absoluto silencio, implorando que el implacable paso del tiempo les otorgara una joya para rememorar.
Ambos vivían de deseos y fantasías, tan vividas y hermosas como pueriles o inocentes. Se trataba de situaciones que probablemente no podrían haber ocurrido en aquellos años, donde cada uno tenia obligaciones que sin duda los ataban.
"Pero ya no quiero vivir de castillos en el aire cuyas paredes me aprisionan, le dijo él, aquella noche de verano adelantándose a la letra de "Castles in The Air".
La melodía, los sumía a ambos en una burbuja de emociones de las que no podían escapar.
Querían huir, vivir una realidad diferente, dejar de especular con situaciones fantasmales, e irse juntos a otro lugar, donde fueran libres de demostrar su cariño.
Pero tras más de treinta años seguían tejiendo estructuras mentales, viviendo inmersos en una realidad virtual, en ilusiones que no tenían la suficiente fuerza para desmontar la realidad y quebrar sus gruesas murallas.
La música, en aquella noche, resonaba en sus oídos, mientras que aferrada en un fuerte abrazo encontró en la oscuridad los labios de ese amigo, quien giraba junto a ella al ritmo de la canción de los años setenta, que no aparecerá en ningún ranking de popularidad.
Las paredes de los Castillos en el aire nos llevan a la desesperación, cantaba Don Maclean y ellos pujaban por saltar de esas alturas para caer, caminar, correr tomados de la mano hacia otro mundo, hacia los campos y vivir en las montañas.
La canción seguía reproduciéndose. Él la volvía a poner una y otra vez y seguían fundidos en un abrazo, ligados por este audífono compartido que se transformaba en una suerte de Hilo Rojo que los mantendría unidos por decenas de años.
Hastiados de la vida que llevaban en la tierra decidieron en un momento de sus vidas recurrir a aquel Castillo como sucedáneo, como contraparte de la realidad.
Hoy, la ensoñación de una noche de verano parecía ser cada vez más fuerte y no haber suficientes argumentos que fueran capaces de oponerse a su determinación hasta conseguir resquebrajar y romper las barreras.
Si en el pasado no fue posible hoy sería realidad. Hoy ascenderían a un nuevo castillo, cuyas paredes no los abrumarán, sino que los acogerán amablemente. Sus sueños serían realidad.

Edgar Brizuela Zuleta