Prologo:
Feliz día papá. Regalo que no pediste. Una imagen para el futuro de la historia de tu infancia. Los nietos que aún no existen siempre podrán saber de ti, ver tu espectro, conocer al fantasma digital del abuelo y sentir orgullo como yo lo siento por ti.
Fotocapítulo 25 A.C (antes de Carlitos): El Milo.
Historia de mis padres
cuando vayan al más allá
tenerlos más acá
En 1960 mi padre, sus 2 hermanos y una hermana, vivieron su infancia en Retiro. Un pueblo de campo cerca de Linares. Tenían un sitio alargado con árboles frutales, bonito, pero humilde y sin animales. La excepción era un par de gallinas y un perro. Le llamaron Rotito. Un día llegó para robarse los huevos y daba pena esperando la oportunidad. Rotito lo intentó y le dieron tremenda zurra con la escoba. Después de conocer el azadón y el rastrillo entendió que le bastaba robar con la mirada, seguir dando la pena y atrapar en el aire la comida voladora que le dieran. Le gustaba perseguir ratones, gatos y abejas, también dormir a la sombra del cuartucho construido en el patio, arrendado por un anciano. Mi papá, sin recordar su nombre, me lo describió con apariencia a Evaristo o a Eusebio, aspecto de persona extinta. Era un abuelito sin familia de esos que ves, pestañeas, y se durmió.
La abuela Bernarda antes de irse a trabajar como servidumbre a hogares pudientes, siempre les decía:
–Pórtense bien niños, y cuidaito con molestar al abuelito.
Los niños podían saborear el pensamiento: el Milo del abuelito, ese exquisito chocolate en polvo adherido al paladar, a la lengua, y despegar dulces costras dentro de la boca.
Y como la historia me la contó mi padre, un Juan Carlos con apenas 7 años, él fue el intrépido, astuto y habiloso, hurtador del tarro. Su hermano 3 años mayor, Eduardo, lo descubrió escondido en el patio detrás de la casa con la boca embadurnada en chocolate. Compró su silencio con unas cucharadas. La idea era comer un poco y devolver el tarro sin que se notara, sin recibir el castigo de la varilla de mimbre de la abuela, educada a principio del siglo veinte cuando los derechos del niño estaban en pañales.
El Milo mermado dejaba ver el fondo y había que sobornar a la recién llegada. Ana María era de confianza, inteligente, y lo demostró al contarnos su idea con el tremendo plan: el tarro en su lugar, sin tapa, un finísimo camino de Milo desde el tarro hasta el exterior del cuartucho y la culpa la tendrían las hormigas. Era muy lista, aunque le fuera pésimo en la escuela. Su pasión nunca serían los libros; ella entendería el idioma de la vida.
Miguelito era todo lo contrario, le costarían todos los idiomas. Tenía 5 años de edad y siendo el más pequeño, nació con hidrocefalia, provisto de la misma sapienza que Forrest Gump, pero, en lugar de ser guapo, veterano de guerra, campeón de ping pong y millonario, en la actualidad reparaba redes de barco en Talcahuano. Mi tío se aburrió de esperar al Teniente Dan y lo fue a buscar con el teniente Bello. Hoy está perdido y no quiere que lo encuentren.
Por eso, aquella mañana, se les cayó la mandíbula y el tarro al piso cuando Miguelito apareció reclamando su porción.
–No se te vaya a salir –le advertían con la cuchara y los puños en alto.
–No, si yo no digo nada –contestaba Miguelito.
El Milo los dejó con hambre y prepararían el almuerzo. Su madre, María, era cocinera puertas adentro en otra ciudad y sólo la abuela llegaba en la noche, pero bien tarde. Ambas cuidaban a los hijos de otras familias y ellos tuvieron que aprender de muy pequeños a cuidarse solos. Mas por escasez de ingredientes que por preferencia, sólo dominaban cocinar tres platos y, aburridos de los porotos, arroz y tallarines con anemia, harían un almuerzo inédito.
A fuego lento revolvían el agua de la olla, agregando lo que recordaban haber visto flotando en las carbonadas de su abuela.
–Papas, zapallo… Y algo verde –dictaba Ana María, la única con talento culinario.
–¿cilantro o perejil? Juan Carlos, trae de los dos –ordenó el chef Eduardo que, por ser el mayor, se creía el jefe.
Con cada ingrediente arrojado a la olla probaban otra vez buscando dar con el sabor.
–No sé, algo falta –dijo Juan Carlos. No era necesario ser inteligente para darse cuenta que la comida en sabor era un todo mal mezclado.
–Yo la encuentro rica –decía Miguelito. Fe de erratas: Era necesario ser inteligente.
Después de romperse la hiel y las cabezas, el chef jefe creía tener la solución.
–No puede ser una buena carbonada sin un poco de carbón. Miguelito, trae los carbones más bonitos.
¡Y que Lindos! De un negro bien negro. Surgiendo el dilema; Nadie recordaba negros en el caldo.
–No seai tonto, primero hay que rayarlo –dijo Eduardo defendiendo su genialidad.
–Pero el caldo quedaría gris.
–¿Y el té? Con azúcar nunca queda blanco –.El chef era llevado a sus ideas y el autor de la misma.
No se atrevían a probar la carbonada. El cucharon emergía de la olla con un caldo negro, humeando, y planeo en suave vuelo frente a cada una de las caras dejando una estela de vapor como un avión fumigador. Aterrizajes tentativos: ninguna autorización. El cucharon tuvo que seguir y sin derramar, alunizó intacto sobre un plato, servido allá en la otra mesa, con la diligencia de un cargamento radiactivo.
– Yo la encuentro rica –dijo miguelito. Mientras el resto discutía, había soplado hasta que enfriara. Luego pidió más.
Contagiados de optimismo, probaron una vez. No volvieron a intentarlo. Miguelito no era de confianza. Entonces Eduardo se excusó diciendo.
–Les dije que faltaría leña, que faltaba fuego. No es mi culpa que los carbones les quedaran crudos.
En la tarde y para no acordarse del hambre, se distrajeron compitiendo y lanzando piedras a una botella. Se quebró y el juego terminó. Luego a los cowboys. Con pañuelos se cubrían hasta la nariz, apuntaban con los dedos en revolver, disparaban recreando las viñetas del llanero solitario. En el tiroteo buscaban cobertura, agazapados en arbustos, de guatita sobre una pila de tablas viejas, apoyando la espalda contra el vértice del muro de la casa. Luego en pie y de un brinco montaban un caballo, espoliando, avanzando hacia la siguiente cobertura pero siempre disparando, hasta frenar el galope, girar el cuerpo y encabritar al corcel vociferando ¡Ayuuu Silver! (Hi- yo Silver). Entonces una larga queja de dolor y heridos caían muertos sobre el pasto, sobre fardos de paja o sobre la espiga de trigo recogida. Juraban la venganza, maldecían, y en cámara lenta rodaban agónicos hasta el momento que decidían fallecer, para no moverse más, concentrados en paralizar reflejos y la totalidad del cuerpo con sus músculos, aunque en la espalda les pique la punta de una piña de eucalipto, aunque una ramita con el viento les roce el antebrazo. Morir era genial.
Mataron la tarde y en la noche Rotito aullaba inquieto, corría en círculos, levantaba las patas delanteras con otro ladrido y repetía el ciclo. No va al caso distinguir si por devoción o por miedo a la abuela. Había llegado. Los niños que hicieron de todo en la tarde por distraerse ya no sabían que hacer para disimular haciendo algo y no verse sospechosos. La casa crujía, la puerta cerraba a portazos y remecía las paredes. Un grito llamó a los niños a reportarse y los tuvo a todos en filita, temerosos, uno junto a otro.
–¿Y? ¿Qué maldad hicieron hoy? –preguntó con autoridad, con voz seca. Todos contaron un suceso del día, menos Miguelito–. Y tú ¿Por qué tan callado?
–No, nada –contestó con una voz tan débil que casi no le salé.
–Miguelito, que pasó.
–Si… –y buscando respaldo, mientras se escondía despacito detrás de su hermano Eduardo, dándole pequeños tirones de su manga, dijo– no cierto Lalo, que nosotros no nos comimos el Milo del abuelito.
Ipso flatus huían asustados de la abuela que, con varilla en alto, se parecía a la estatua de la libertad, pero enojada, gorda, antigua y con la flama en los ojos. Todos corrían, también Rotito a la cola de abuela, caían cosas, volaban otras, y reían porque la abuela no los alcanzaba. Miguelito observaba la escena, contento, sin moverse de su sitio. En eso, Miguelito no era tonto.
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