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Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Masa, César Vallejo


Bajo los pies del cerro San Cristóbal, el valle del Rímac alimenta los jardines de concreto que confinan una ciudad llena de flores y maleza. Repleta de gente, metal y tristeza, Lima carga sobre sus espaldas de estibador la enorme nube panza de burro que maldijo con mala fortuna a todos sus habitantes. Al lado del río, apreciando el gris, la humedad, el tenue atardecer limeño y el graznar de lata del claxon de los carros, unos aventureros que apenas pasaban los veinte años conversaban sobre política, amor y ocio mientras fumaban un porro.

—El centro es un cono más— dijo Reyes con voz pesada y sincera, al ver en el horizonte cómo se ocultaba el tímido y blanco sol de invierno tras los cerros de San Martín de Porres, poblados hasta la cima.

Con esta verdad de nuestro presente, tiró por la borda el pomposo pasado de casonas virreinales y plazas heroicas del damero de Pizarro, una historia que vivía como falsaria en la depresión de los vecinos de los jirones Callao, Ica, Huánuco y Emancipación. Entre aquellos moradores estaba Walter, uno de los tantos pétalos marchitos que había caído a vivir cerca de la plazuela de la iglesia Santa Rosa.

Los que lo conocieron dicen que es un artista del hambre. La primera vez lo vieron practicando break dance, pero fracasó pronto por falta de físico; también solía pintar en cuadernos viejos con un lapicero azul lo que su imaginación, alterada por la pasta, podía figurarse: rostros cubistas, ángeles trazados con espirales y líneas discontinuas. Tenía los ojos azules: se había tatuado las escleróticas de ese color, como si hubiera reemplazado la pureza de su mirada por la tristeza con la que solía conversar. Vivía en un constante arrepentimiento por esta decisión, pues no había persona que reaccionara sin sorpresa o rechazo ante su presencia. En el verano en que lo conocieron, solía vestir un polo con mangas rotas, un chaleco negro, pantalón jean manchado de hollín y un par de zapatillas percudidas. A pesar de su condición, Walter cargaba con el deseo de salir adelante y cambiar la dura vida que la calle le había impuesto.

—¿Cómo? ¿No escuchaste la historia del “cocinero” de este “barrio”?— preguntó Misael cuando, por azar, los muchachos recordaron a Walter y las anécdotas que solía contar sobre su vida en Santa Rosa.

El centro de Lima se había jodido tanto como se había e nriquecido. La avenida Tacna estaba infestada de grandes edificios vacíos, tiendas de santos de cera, de turrones de doña Pepa, bodegas, buses para San Juan de Lurigancho y al Rímac, colectivos y ambulantes que en cada esquina se buscaban el día a día. En aquellos tiempos de crisis, solo nos quedaba la franqueza de mirarnos a los ojos porque nuestras sonrisas estaban cubiertas por el pavor y las mascarillas. En los buses, unos miraban con melancolía, desde la ventana, esa calle salvaje y presurosa; y otros, con la cabeza gacha, se abstraían en sus celulares hasta salir del tráfico que atoraba toda la avenida.

Por ese camino transitaba Walter a diario, con una mochila llena de bebidas que vendía por un sol en los semáforos; los conductores sedientos solían observar, con desagrado o curiosidad, los ojos azules del que les extendía la mano para recibir la moneda. Ya se había acostumbrado a recibir como pago esas miradas pesadas y palpables, que se posaban como moscas sobre su rostro. Para afrontar ese juicio constante de la calle, Walter regresaba a su barrio en la plazuela de Santa Rosa y fumaba en su pipa, hecha con un adaptador de cable, lo poco de pasta que podía comprar con lo recaudado durante el día. El sujeto que la vendía vivía (no sé si sigue viviendo) detrás de una de las paredes del parque. Por un lado, se veía a los niños jugar fútbol, manejar bicicleta y pasear con la familia, a parejas que se entregaban a su idilio, y a los muchachos fumar y conversar; al otro lado, separados por el muro rojo, moraban en una estrecha grieta, cuyo ancho no soportaba a más de una persona, todos los desposeídos que habían perdido su espíritu y abandonado la humanidad para vivir atorados en un nicho, como si fuera un foso del infierno. Allí se hallaban ollas negras tiradas, colchones viejos con la espuma salida, mantas rotas y viejas, botellas de plástico y tápers de technopor en los que algunos cartitativos regalaban comida a los moradores del hoyo. En las noches, algunos salían de la grieta, bajaban a los rieles del tren para robar la madera tirada entre la basura que descansaba al lado del río y le prendían fuego con ron de quemar y basura. Este ritual levantaba una gran nube de humo negro al lado del río. El fogón calentaba como chimenea a todo el campamento y los cubría del hollín color carbón característico de todos los “loquitos” que solían caminar por la ciudad.

Una noche, cuando Walter llegó, el traficante no dormía en la grieta: fue al campamento de casas de triplay y cartón, bajo el puente Santa Rosa, donde a veces se solían reunir los vecinos del lugar para socializar. En una fogata se había congregado un pequeño grupo que rodeaba a un hombre en cuclillas. Este sostenía, con suma paciencia y concentración, una cuchara sobre el fuego. Los espectadores impacientes esperaban su turno para probar la sazón del chef que los había ido a visitar: estaba preparando crack. Walter se acercó al grupo y el pequeño hombre, alerta ante cualquier intruso, volteó rápidamente a verlo y de inmediato quedó paralizado. Titubeó y tanteó, con la desconfianza típica de nuestra raza, a ese extraño hombre de triste mirada azul. Luego, tras ver su inocencia por intuición, comenzó a reír a carcajadas y dijo “Ven, mano, quiero conocerte”.

—Quizá los que viven aquí se identifican a carne viva con el flagelo de Santa Rosita. Quizá les guste sufrir para rendir su penitencia diaria.— meditaba el negro Flores tras oír a Walter decir “¿cómo, no crees en Dios? Siempre veo a la virgencita aparecerse aquí, mano. Viene volando como un ave en las madrugadas”.

Ese día, los muchachos habían notado que él vivía en una tormentosa contradicción: su ideal era una vida cristiana, pura, llena de trabajo y virtud, pero su realidad decadente, esclava y viciosa le hacía caer en un constante autodesprecio del cual no podía escapar, pues la adicción se había metido en su sangre, le había encadenado a su cuerpo y ensartado en sus heridas las espinas de aquel jardín de rosas marchitas en el que vivía.

«Ah, qué jodido debe ser vivir aquí. Solo puedo ver el cerro San Cristóbal, pero ese puente rayos de sol da la sensación de que se está en una carceleta, ¿no? Jajaja, en qué estás, mano, me dicen El Pachas, pero me llamo Alessandro. Hace tiempo que bajo por aquí, siempre veo a la gente y les invito un poco de mi cocina. Ya les conté mi historia aquí a tus causas, pero como veo tus ojos por primera vez, para que entremos en confianza te la voy a contar a ti también. Ven, siéntate, no me tengas miedo, te invitaré un poco de esta delicia si quieres. Este… bueno, soy de aquí de Barrios Altos, pero siempre paro yendo de un lao’ pal’ otro. Ya sabes, uno que camina aquí en Lima para ganarse la vida conoce desde Miraflores y San Isidro, con sus buenas jatos y parques, plagados de fumones, hasta los conos más pendejos como Comas, Los Olvidos, Independencia. En todos lados hay pacientes para curar con las ricas medicinas jajaja. Mira mano, a mí me gusta bajar aquí con la gente porque no soy tan mezquino con los que quieren su vacilón. A la firme, he descubierto que compartir lo poco que me pueda sobrar del chamo que vendo al final me da buena suerte. Y la necesito, viejo, porque no fue nada fácil mantenerse vivo todos estos años aquí en Lima. Cuando era chibolo, mi viejita se nos fue y me quedé solo con mi viejo. Ese huevón se chupaba todo lo que ganaba de obrero y apenas tenía para darme de comer, así que desde ese entonces salía a la calle a hacer mis cachuelos para sacar una que otra moneda y llenar la tripa con lo que se pueda. Felizmente, gracias a Dios, la calle me enseñó a sobrevivir, mano, por eso los entiendo a ustedes. Sé lo que es no poder ir al colegio por salir a vender caramelos en los micros, lustrar tabas o cargar papas en el mercado. Uno aquí tiene que buscársela de mil formas. Pero llega un momento en donde ya no puedes más y tienes que hacer huevadas no más. Sin plata no se puede hacer nada aquí, por eso me metí al negocio. En el barrio, daba hartas fichas porque tú sabes que los viciosos abundan jajaja. Al final da igual si está bien o mal lo que haces. En esta ciudad hasta los tombos son tus enemigos, así que al pincho si estás o no con la ley. Un peruano es enemigo de otro peruano, ¿sí o no? Esos corruptazos te agarran, te meten puñete para desaburrirse y te terminan sacando plata. Así me chaparon, te cuento. Ta’ que esa vez, causa, estaba seco, completamente limpio, salía de tonear y ya estaba en nada, cero gramos. De la nada vinieron dos de esas ratas en su patrullero y como me vieron así de barrio, todo alaraco, se la agarraron conmigo y me sembraron. En la comisaría, los conchesumares dijeron que me habían encontrado con varios chamos y con weed. Me tuvieron como 10 días ahí encerrado. Para mi suerte, mis causas me llevaban comida porque si no fuera por eso, fácil y los tombos me dejaban morir ahí adentro. Me terminaron sacando como tres mil mangos, que tuve que pagar en un par de meses porque mis causitas hicieron chancha para sacarme. Así funciona en las comisarías, tienes que romper mano y ya, te sueltan. Estas huevadas pasan así seas cojudo o seas pendejo, unas veces por salao’ y las otras por conchudo. Mi error fue pasarme de confianzudo y comenzar a enfrentarlos. Los tombitos son bien abusivos, se ofenden con cualquier vaina que les digas. Creo que son agresivos porque no tienen correa o tienen el ego muy alzado. En fin, mano, no se puede confiar en nadie por eso creo que es bueno para mí venir y ayudar, aunque sea con el vicio, a gente que sí se le puede dar confianza porque es más simple. A mí me ayudó la gente, así que de alguna manera tengo que devolver los favores a los demás. Así, he conocido un montón de barrios como…»

—¿“Cholo”? Creo que significa perro chusco.— contestó el pelucón Vargas a Carlitos mientras los muchachos terminaban el porro.

Unos miraban la tenue corriente del río, otros buscaban respuestas a esa pregunta entre los escombros humanos ignorados bajo el incesante tráfico sobre el puente. Arriba, indiferente, concentrada en su propia búsqueda del progreso, la gente se dirigía a casa a descansar para la nueva jornada laboral. Abajo, los olvidados vecinos de Walter, destruidos por su aterradora y falsa comodidad, esperaban bajo el cartón al amanecer de sus penitencias.

El Pachas no había terminado de hablar cuando una sombra celosa, con total sigilo, le pasó violentamente un puñal por el cuello, de lado a lado. “¡Perro sucio! Así mueren los que vienen a cagar el negocio, ¡como perros!”, gritó el traficante, excitado, errático y con una furia seca derramándose por su voz, su mirar y sus manos firmes. Walter, que estaba sentado al lado, fue bañado por la sangre de Alessandro y atestiguó la última traición que sufriría un hombre que vino al barrio a compartir sus fortunas sin malas intenciones.

Lo increíble fue que nadie se conmovió, ni se olía una pizca de indignación. La muerte aquí era un suceso tan común como el dormir. La única diligencia ejecutada por los vecinos fue rebuscar los bolsillos del muerto, a ver quién se ganaba primero con la humilde sucesión. Si no fuera porque su ropa estaba repleta de sangre, probablemente también le hubieran desnudado para tomar sus prendas.

Walter no sabía si sentir terror o pena. Se despreciaba por haber sido la distracción de Alessandro.
Los malditos ojos azules, maldito el día en que decidió tatuarse, pensaba. Miraba con lástima sus manos rojas de sangre como los pétalos, y las espinas se clavaban con más fuerza en su flaco espíritu. Algún día saldré de esto, pensaba. Esta ociosa comodidad y dependencia, pensaba. Entre tantas desgracias, tanta traición y enemistad, solo quería un poco de paz verdadera. La que vivía era una farsa: bienestar del cuerpo momentáneo, hacer lo mínimo, ganar poco y gastarlo en esa maldita droga que lo tenía encadenado al tallo de la rosa. ¿En qué momento me derrotó la ciudad?, pensaba melancólico. ¿En qué momento me jodí tanto?, se remordía. Alessandro seguía muriendo y esa vida (esa muerte), por más corto relato que fue, había calado un poco en Walter. Quizá mañana cambie, pensó. Aunque lo dudo mucho, sentenció.

La noche estaba en su momento más oscuro y el amanecer, húmedo y siniestro, se acercaba con su peculiar sensación de ahogo. Cada día era lo mismo para Walter: respirar agua, fumar dulce y salir a caminar para pedir por ahí un mendrugo de pan y vender sus bebidas. ¿Cuánto tiempo más debía pasar para salir de este círculo vicioso?

—Solo espero que algún día, ese sujeto pueda decir “Hola, mucho gusto, soy Walter, el chico de la mirada azul” y que sonría orgulloso. Hay que tener mucha voluntad para renunciar a todo lo miserable, fácil y corrupto que te ofrece esta ciudad. Después de todo, tanto caos solo nos hace desear, aunque sea llorando, un poco de paz.— dijo Carlitos, mientras soñaba con ver algún día la ribera vacía de hombres y llena de jardines. Al despertar de su ensueño, sin embargo, vio a uno de los vecinos bajo el puente construir con suma paciencia su casa de cartón. Aún quedaban muchas noches que en esta ciudad debíamos enfrentar.

Texto agregado el 14-06-2023, y leído por 191 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-06-2023 Narrativa que dibuja lo que es común a todos nuestros pueblos. Pero tiene el adorno de las costumbres de cada lugar, que en tu caso, es fotográfico. Te felicito. peco
15-06-2023 La historia es interesante. En la parte técnica, te podría decir que me confundí con los personajes en los diálogos y también con el final en la voz de Carlitos. Creo que se debe a que falta interiorizar más en la construcción de los personajes. Pero el cuento está de 10. Saludos. ValentinoHND
 
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