Las habitaciones de esta casa son difusas, surgen de pronto desde algún pasillo que a su vez imagino fue parte de una proto estructura de la que se derivan diversas ramificaciones. La media luz de una ampolleta bisela los contornos de nuestras figuras. Ni siquiera sé cuantos somos en esta casa, pero intuyo parentescos, cercanías y demandas que jamás se resolvieron. La supongo hermana por el tono suyo que se arrastra bajo las rijosas paredes.
No sé en qué momento aparece en medio de esta habitación un ataúd negro como mis dudas y presentimientos. Contiene este féretro a una mujer joven cuyo rostro se destaca apenas en un rectángulo de vidrio. Creo reconocerla, mas no pregunto, pues esa mujer de la cual no recibo pista alguna de parentesco, sentencia con tono arrastrado:
-La tendremos acá tres noches.
¿Qué motivo existe para velar a una extraña?-le pregunto. no a la que está viva (y ni de eso estoy seguro) sino a esos rincones sinuosos en los que parecieran reptar espectros.
-Cuídala- ordena la mujer de la que creo tener leves reminiscencias de sus cabellos ensortijados. Por algo se comienza aunque esa pista sea miserable. Tiemblo. Cautelar un cadáver del que sólo se aguarda la misericordia de un panteón lo imagino tarea ociosa. Ni una lágrima resbalará de mis ojos por esta tragedia que yace envuelta en el misterio y eso me desacomoda. Me recuesto en un camastro mientras la ampolleta pareciera encogerse o es la iluminación la que se fuga, mezquinando aún más su ya menguado fulgor. Tiemblo ante lo aterrador de esta situación que me envuelve como una mortaja. Intuyo que pronto quedaremos a oscuras y me acurruco aún más en el jergón intentando adoptar la posición fetal. Tres días con ella descomponiéndose en su féretro para cumplir acaso con algún ritual. Nada debiera parecerme extraño esta noche, pero reclamo a voz en cuello por esta espeluznante situación, por estar anclado a una casona que desconozco aunque intuyo reminiscencias, por desconocer cualquier atisbo de cariño de parte de nadie y porque yo mismo lucho por aparentar que una débil flama de hermandad se desprende de mi cuerpo, más como algo difuso que como un sentimiento reconocible.
Pero esa mujer a la que intuyo hermana -aclarando la palabra hermandad como una situación ajena, o tal vez sean los andrajos de ciertos resabios- maneja otras artes y lo sé porque en alguna de mis pesadillas se me reveló. Presiento que existen dos niños en esta casona que corretean por alguno de los patios. Sus risas y reclamos son inconfundibles, los intuyo dibujando mohines en sus rostros sucios, escapando uno del otro o ambos acaso comprendiendo que deben desenhebrarse de este siniestro lugar.
Pero la pesadilla que ha transcurrido como un film por mis sesos ha desenmascarado a la mujer aquella cuando con su voz indefinible ha creado nítidos surcos en esa atmósfera ya enrarecida. Los niños se han paralizado un instante para continuar pronto con sus carreras sin sentido.
-¡Basta ya de jugarretas o los transformaré en dos malditas gallinas!
La niñez es indolente aún estando en los bordes de un precipicio. Por lo tanto, los chicuelos gritan y corren a diestra y siniestra sin atender a la orden de la mujer.
Les pesará, porque pronto, sus cuerpecitos comienzan a metamorfosearse en dos gallináceas de gris plumaje. Horrorizados, baten sus alas y dibujan erráticas figuras con sus patas amarillas. Han perdido el habla, sin lugar a dudas y en un intento desesperado por pedir misericordia, lanzan agudos cacareos que, sin embargo, apenas soslayan todo su horror. La mujer sonríe y ese rictus me despierta de un salto. Estoy a oscuras en esta habitación pero presiento el catafalco a metros de mi camastro. Me levanto y busco en mis bolsillos algo que me permita iluminar el recinto. Mi corazón late desaforado y quisiera escapar de una buena vez de todo esto, pese a la ligazón que todavía late vana en mis venas.
Antes que intente encender esa habitación, desde la ventana emerge una luz mortecina. Es la madrugada que se ha revolcado en la noche y regresa ebria de penumbras. Aclara sin pausas hasta permitirme reconocer algo de los contornos de dicha habitación. No es mucho, porque el descascarado de ellos que parecieran fugarse de sí mismos para ir formando otros contornos, sólo ofrecen dudas que se estremecen sobre mi cabeza como insectos informes.
Me atrevo a contemplar con mayor detención el rostro de la difunta. Diría que la reconozco tras ese cristal difuminado que para mi sorpresa comienza a derretirse cual si fuese un trozo de hielo sometido a alguna fuente de calor. Su rostro luce fresco, imaginando yo que sólo duerme en un mullido lecho. Diría que su cuerpo palpita y me siento tentado a tocar la piel de su rostro, tan suave y fresca, que me aterro. Es el instante preciso en que ella abre sus ojos adormilados, me contempla y sonríe:
-¡Ismael! ¡Tú! Y esa voz surge cual si algún rocío la hubiese refrescado porque su acento es dulce, acariciador.
La reconozco al fin. Es Mariela. Comienza a trenzarse la ligazón que en algún instante se tronchó. Destrozo con mis manos la cubierta de ese féretro y a la vez provoco que mis dedos sangren copiosos. Pero sonrío porque entre toda esa nebulosa en que se confunden sentimientos y se sepultan hermanazgos, la rescato a ella desde ese ataúd y ambos escapamos traspasando muros que se derrumban vencidos por fin detrás de nuestros pasos.
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