Uno.
Como si hubiera estado diseñada para la pericia circense, una invitación al funambulismo, aquella retícula de cemento pedía ser recorrida a voz en grito. A ver quién era el feo que se resistía a no probar el equilibrio. Me estaban entrando ganas de dar un paseo por el precipicio de detrás de las aulas, pero el reciente accidente de un compañero, echaba un poco para atrás. Y, además, estaba tan bien sentado. Pero eso no quiere decir que si me pudiera haber tele-transportado no hubiera ido a probar mis nervios. Desde el asiento del aula, veía gente de aquí para allá a través de las ventanas, como si se estuvieran haciendo una pruebas para entrar a trabajar en un circo.
Y, por otro lado, no estaba lo suficientemente despierto, que hacía escaso tiempo que andábamos por este mundo. Tras recorrer las sombras que nos separaban del comedor, nos dirigimos a las aulas. A primera hora había matemáticas, que con tanto candor cursábamos. Luego Lengua, que daba paso al recreo. Más tarde, otras dos por la mañana. Cuatro horas por la tarde componían una jornada laboral bien arregladita. Por aquellos tiempos, no tenía uno instalada la vagancia en el cuerpo. Quiero decir, que no la tenía aún, cumpliendo religiosamente con sus obligaciones lectivas. Me sacudía la pereza de encima con disciplina y comportamiento vicario. Aunque, en realidad, a aquello no se le podía llamar pereza. Propiamente, hablando con propiedad. Pero aquel día me debía levantar con el pie derecho, que era lo raro, al tener la cama enfocada hacia la izquierda. Hacía frío recalcitrante y hostil, si es que tales epítetos se pueden predicar así a la ligera del frío. Se conjugó todo para hacerme olvidar el estimulante juego de las retículas de cemento que a modo de adorno aparecían por doquier. No eran excepción los edificios de las aulas.
Recuerdo que por aquello días me abrumaba la sola idea de tener que ser escritor. Y más por obligación; esto es: condenado por no tener otra cosa que hacer. También me sacaba de quicio tener que quedarme soltero. Algo me decía que mi vida iría enfocada en estas dos direcciones. E, incluso, vagamente, sospechaba que, fundamentalmente, de mayor, uno, sería loco. Por lo menos lo suficiente como para no tener que trabajar, lo que me llevó a la tesitura literaria, por ser, también, el excesivo ocio fuente de malestar.
Pero eso fue mucho tiempo después de estar en el internado.
La primera vez que vi una retícula de Moreno Barberá- el arquitecto de todo aquello- me vino a la cabeza que junto a la utilidad estética, estaba la de medio para romperse uno la crisma. No sé cómo se fue disgregando mi mente, pero por tales tiempos, nada hacía sospechar que quien me tuviera enfrente estaba delante de "un uno por ciento". En adelante, utilizaré esta expresión por no tirar piedra sobre mi propio tejado.
Avanzaba "uno por ciento" por allí con la confianza que me había dado la experiencia del trabajo en el campo. O, al menos, eso creo, con la perspectiva de ahora. Sorbido el seso por las retículas de las aulas y del oratorio, generaba expectativas el dedicarme al mundo del equilibrio en cualquiera de sus varias manifestaciones, cada vez que me enfrentaba a una prueba de traspasar aquellos pasillos de peldaños separados. También tenía debilidad por el embutido de jabalí.
Por lo demás, qué decir. Terminaría aquí mi historia si no fuera porque quiero contar un hecho que causó pasmo por aquellas fechas. Inopinadamente apareció un alumno muerto en las dependencias de "docentes"- como llamábamos al edificio del profesorado. Se había caído entre las retículas, al parecer, que rodeaban aquel edificio.
A partir de entonces, el asunto se prohibió, con lo que adquirió el atractivo de lo prohibido. A la emoción en sí del ejercicio, se unía el riesgo de ser visto y sancionado convenientemente. Al parecer aquel accidente no había servido sino para fomentar la actividad.
"Docentes"- en realidad "departamentos docentes", albergaba los despachos de los profesores, dos salas de audiovisuales, la centralita, y una escalera de "caracol" que parecía un recorte caído en espiral, pero de hormigón, como si fuera de papel.
Tomamos el camino equivocado, pues al parecer y como se sospechó mucho tiempo después, aquella muerte no fue reticular.
Pero empecemos por el principio.
Dos.
Aquel verano, escaso tiempo antes de entrar en el internado, había estado trabajando en el campo. En aquellos tiempos no era extraño dar el jornal, como se solía decir, a la edad de diez años. Lo que es costumbre se respeta, pero aquello no dejaba de ser una barbaridad.
Ayudando del cuévano y tirando de unas cuantas uvas, iba imaginando cómo sería el futuro, ya casi inmediato, que me esperaba. Tenía una extraña fijación y pensaba, no sé por qué razón, que aquel recinto estaría dotado de puertas automáticas. Se ve que me parecía lo más práctico para gestionar aquella masivas entradas y salidas. Desde aquel turruño irregular y seco, en cuestión de días, iba a pasar a una institución- entonces no conocía la palabra- dotada, nada más y menos, que de puertas que se abrían y cerraban solas.
Cuando entré en el internado y comprobé que había que tirar de manija para abrir las puertas, no sé si me llevé algún tipo de decepción, pero, al poco, me adapté al lugar olvidando los automatismos. Comprendía que el "régimen"- pues se trataba de un instituto público-, no podía estar en todo y aunque había olvidado lo de las puertas automáticas, en general, el sitio era confortable. Era un lugar especialmente diseñado, y, por tanto, lleno de detalles que lo hacían agradable. Allí teníamos una nueva familia, compuesta de personas como nosotros, y de una minoría de otras, algo mayores.
Subí al autobús de línea, creo que sin ningún nerviosismo, y fuimos atravesando pueblos, uno tras otro, sin contemplaciones. Aquel camino iba sólo hacia adelante, sin ninguna posibilidad de vuelta atrás.
No recuerdo si eché un último vistazo a la población. No sabía si mejor o peor, pensé, que cuando volviera sería otro. Me preocupaba no estar a la altura de aquel internado, en todos los sentidos.
Cuando me presenté frente a una puerta del colegio, me di cuenta que estaba en la vida tan verde como el color de la abundante vegetación que lo rodeaba. Quizá me acudió tal reflexión por encontrar una manivela en lugar de un sensor automático que abriera la puerta. Fue como darme de bruces con la realidad.
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