Dónde se fugó la risa, la mirada inocente, la palabra amable, el pudor adecuado, la caballerosidad elegante y sutil sin ser empalagosa, dónde quedaron las caminatas de domingo, sencillas, austeras con reminiscencias de antaño, respetuosas, alegres, desentendidas, sin ningún propósito más que el de pasear por pasear asidos de la mano, quizá tomarse un helado, sentarse en un asiento, observar los colores de la vida, mirarse fijamente y volver a sonreír.
He visto al cemento tragarse generaciones completas sin llegar a desarrollar toda su esencia, han demolido su estructura, han dejado de ser lo que eran para mutar a formas que apresuran futuros incomprensibles y estériles, con narrativas y símbolos que los árboles no entienden, menos las sillas del parque, la arcillas, la tierra, los patos, el lago y el largo penacho de un sauce llorón; han fenecido los modos para dar paso a las modas, obsequiosas reseñas de momias hincadas a merced de billetes y monedas. Se vendió así la risa, el pelo suelto, la cara lavada, las manos impolutas, es hoy o nunca para irse de acá y volver al inicio de todo, al interior de la familia, al té de la tarde, al almuerzo, a los juegos, las cartas, quizá alguna tertulia de aquellas donde se exponía la hazaña de mostrar los talentos, aquellos que mantienen dormidos por miedo a hacer el ridículo, cuánto arte, cuánto por obsequiarle a la vida que se mantienen escondidos porque a nadie realmente le importa, porque finalmente no es moda.
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