Mi abuelo ya andaba por los ochenta y aún así sacaba fuerzas para levantarse temprano e ir a la ciudad a trabajar en lo que sea, para traer los alimentos de cada día. Ana y yo quedamos huérfanos muy chiquitos y nuestro buen abuelo tuvo que hacerse cargo de nosotros.
Cada amanecer era el inicio de un duro día de batalla para él. Después de desayunar, Ana y yo partíamos al colegio y él, con toda seguridad, a laborar en algo rudo, porque volvía agitado y con cara de muerto alrededor de las dos de la tarde para cocinar apresurado. Memorables eran sus deliciosos pescados fritos con frejoles, coincidentemente, el plato favorito de los tres.
Pero nunca olvidaremos el calvario que pasamos aquel domingo lejano. Como todos los días, se fue después del desayuno con su mochila en la espalda, pero antes advirtiéndonos que no saliéramos para nada, ni abrirle la puerta a nadie que fuera desconocido.
Todas los domingos la pasábamos viendo los dibujos animados, y ese día estábamos tan entretenidos con ellos, cuando de pronto, sorprendidos, nos dimos cuenta que eran casi las cuatro de la tarde. ¿Qué habría pasado con el abuelo que siempre llegaba antes de las dos?
Ya empezábamos a sentir hambre, sobre todo Ana, de seis añitos y tan comelona. Yo, entonces, antes que mi hermana empezara a lloriquear, le dí un huevo hervido y un pan con un poco de queso que quedaba. Eso era todo lo que había para comer y se los devoró en pocos segundos. Yo sabía que no iba a quedar satisfecha, pues me pidió más comida. Busqué algo entre los cajones del repostero. Quizás, por suerte, encontraría alguna manzana perdida, algún camote o papas para freir. Pero solo pude encontrar un trozo de zanahoria, que ella no se lo comería porque no le gustaban las verduras.
-¡Quiero almorzar!- se quejó Ana en voz alta y se hundió molesta en el único sillón que había en la sala.
Vi en el reloj de la pared, que faltaba poco para las cinco.
-Ya vendrá el abuelo, ten paciencia- le dije, masticando la zanahoria, que nunca fue más deliciosa como ésa.
Al poco rato, Ana se quedó dormida. Yo rogué que no despertara hasta que el abuelo llegara, porque sino, ella me atormentaría con su llanto.
Como hacía frío, la cubrí con una frazada ahuecada.
-¿Tú también tienes hambre?- le pregunté al gato negro de la casa, paseándose inquieto por la cocina. -Paciencia, gatuno, ya te traerán tu lata de atún.
Y mientras le conversaba al gato, también me quedé dormido sobre la mecedora del abuelo.
Cuando ya anochecía, desperté alarmado por los gritos de Ana que daba vueltas por la sala. Eran ya las seis de la tarde.
-¡Carlos, tengo hambre, quiero mi comida! ¡¿Tanto demora el abuelo?!- gritaba ella al borde del llanto.
Entonces, para que se calmara, se me ocurrió traer un frasco con unas semillas y la llevé al jardín pelado que teníamos al fondo de la casa.
-Mira, de estas semillas ahorita nacerán arroz, frijoles y tres pescados que lo freiremos- dije muy serio, regando las semillas alrededor de unas margaritas marchitas.
-Mentiroso- protestó ella, cruzando los brazos y arrugando su carita de lo enojada que estaba y volvió al sillón.
-Sí, créeme, ahora nacerán y haremos con ellos un plato suculento, así como lo prepara el abuelo ¿ya?- dije abrazando a mi hermana.
-No es cierto, no soy tonta, de las semillas no nacen los pescados- dijo Ana, haciéndome reír.
Prendí la radio para escuchar música.
-Ven, vamos a bailar esta cumbia- le dije, extendiéndole mi mano, tratando de animarla.
-¡No, no quiero bailar, sólo quiero mi almuerzo!- gritó ella, sin salir de su sillón y empezó a llorar.
Me senté al lado de ella y la consolé acariciándole los cabellos.
-Cálmate, paciencia, hermanita. Ya el abuelo estará viniendo- le dije, preguntándome qué estaría haciendo él.
Me daba pena sospechar que él cargaba cosas pesadas porque yo noté que se quejaba mucho de su espalda, y así, muy valiente, adolorido se iba a luchar por nosotros.
Viendo el retrato del abuelo colgado en la pared, nos quedamos dormidos abrazados. Eran casi las nueve de la noche. Parecíamos dos pequeños náufragos asustados en el barco herido que simulaba nuestro sillón, como extraviados sobre las aguas del hambre.
A medianoche se desató una feroz lluvia. El gato negro, curioso, nos despertó brincando sobre nuestras cabezas y se posó sobre el alféizar de la ventana para comtemplar el aguacero.
Sorpresivamente, Ana corrió al jardín. Tantas eran las ganas de comer, que tuvo la inocente ilusión de que quizás de esas semillas saliera el almuerzo que predije.
¡Boba, eres una boba por creer en tonterías!- se reprochó ella misma, al no ver el arroz, los frijoles y los tres pescados.
Pero luego se calmó y comprendió que todo lo que yo hacía era para disipar el mal momento que atravesábamos. Se compadeció de mí al verme con sueño y me cubrió con la frazada ahuecada. A la media hora me despertó, susurrándome al oído:
-Carlos, mira, ya cociné el arroz con frijoles y puse encima el pescado frito. Ven, vamos a comer- dijo, mostrándome sus ojazos pardos.
-¡Ummmm! ¡Qué delicioso huele!- exclamé y ambos nos carcajeamos.
Poco después, para distraernos del hambre, decidimos jugar con el gato. Nos pusimos unas máscaras de dinosaurios y lo correteamos por toda la casa. El gato, irritadísimo, por ratos, se erizaba y nos enfrentaba mostrándonos sus garras amenazantes. Temiendo que nos arañe, lo dejamos en paz, y se fue molesto hacia el cuarto del abuelo.
Luego, yo inflé un globo enorme y en el nudo de él, amarré un pañuelo sucio.
-Mira, Ana, ésto es el "hambre". Vamos a reventarlo- dije, arrojando el globo por los suelos.
-¡Sí, para que no exista más en esta casa!- sentenció Ana, y atacamos al "hambre".
Durante un buen rato, lo aplastamos contra la pared, contra el piso, y nada, no podíamos reventarlo.
-Qué difícil había resultado este bandido- dije, agitado de tanto pisotearlo sin éxito.
Al final, como el pellejo del globo era demasiado grueso, casi imposible de reventar, decidimos botarlo de la casa.
-¡Largo, nunca más vuelvas por aquí!- vociferé, arrojándolo por la ventana.
-¡Malvado! ¡Fuera de acá! ¡Que te coman los perros por malo!- gritó Ana, viendo a los perros ladrando como locos alrededor del "hambre", hasta que uno de ellos de un mordisco lo reventó y celebramos aplaudiendo a rabiar.
Cuando ya empezaba a amanecer, cansados del trajín de la madrugada, nos fuimos en silencio al dormitorio.
-Nunca había tenido tanta hambre como ahora- comentó Ana subiéndose a su cama.
-Ni yo- dije, sacándome los zapatos antes de acostarme.
Mientras pensábamos en el abuelo, escuchamos el violento crepitar de la lluvia sobre los techos de la casa.
-¿Dónde estará el abuelo? ¿Y si no viene nunca?- dijo Ana, con su vocecita pálida, muriéndose de sueño.
-Claro que vendrá. El jamás nos abandonaría- dije muy seguro, sintiendo unos ruidos extraños en mi estómago. "Las tripas protestan" pensé, mientras me aprestaba a leer un libro de cuentos de terror.
Horas después, al cesar la lluvia, un silencio total reinó al amanecer. Ana dormía abrazada a mi cuello.
De pronto, cuando ya el sueño me estaba venciendo, pude escuchar el caminar de alguien, que provenía detrás de la pared que daba para la calle. Afilé bien el oído.
-¡Ana, ¿escuchas esos pasos?!- dije en voz alta. -¡Ana, Ana! ¡Despierta, escucha!
-¡Plap,plap,plap,plap...!- se oían unos pasos ligeros.
-¡Escucha, escucha, Ana...!
-¡Plap,plap,plap,plap...!- los pasos sonaban como si tuvieran urgencia, mucha prisa.
Mientras nos levantábamos presurosos, fuimos escuchando los pasos que se acercaban a la puerta de la casa. Sonreímos con los ojos húmedos de la emoción. Nos pusimos los zapatos y nos arreglamos los cabellos.
-¿Hueles?- dijo Ana, abrazándome, ya lista para correr a la sala.
-¡Siiiiiiiii....! ¡A pan calientito! ¡A leche fresca! ¡A jamón y a queso de cabra!- dije, deleitándome con los ojos cerrados.
-¡Y a palta y a atún! ¡Y a pescadito frito!- dijo, Ana, saboreándose los labios. Y salimos felices del dormitorio.
Era el abuelo que volvía al fin con un cargamento de víveres.
-¡Abuelo, Abuelo, tanto demoraste! ¡Abuelito!¡Abuelito lindo...!- gritamos eufóricos y nos estrechamos con sus brazos viejos, pero aún trabajadores y bastante fuertes como para pegarle al hambre cuando se atreva a faltarnos el respeto.
Cuánta emoción puede embargar unos simples pasos. Dificilmente, Ana y yo, escucharemos unos pasos más hermosos como los de aquel inolvidable Lunes al amanecer: los Pasos del Abuelo.
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