Entré a la casa donde crecí y seguí directamente hacia el patio. Que era el mismo de mi padre y de mis dos tíos. Tal vez en su tiempo con árboles más frondosos y de mayor variedad. Pero que ahora son cuatro cocoteros, dos palmas, uno de un tipo de mango sin nombre, dos naranjos, un higüero, un almendro, un guanábano, dos robles y uno de guásumas.
Y cuando ingresé al descampado alcancé a ver la espalda de mi tío Diócles, entre un cocotero y la más joven de las dos palmas. Inmóvil, inerte é(imagino) con sus ojos cerrados. Indudablemente, sé trataba de un trance comunicativo entre un ser humano y un pedazo del planeta. Porción de suelo que difería de mi tío, por su condición de perpetuidad. É intuí que debía dejarle solo, dialogando con su mini universo.
En verdad, mi tío Diócles, fue el primero en dejar su hogar para hacer vida en la ciudad capital. Y fue militar, copista del teletipo de la voz dominicana y contable de la secretaría de obras públicas. Pero en su tiempo en la voz dominicana, tuvo la dicha de conocer a un estudiante de locución de apellidos Peña Gómez. Entonces, pasado un largo tiempo, en 1978 para ser específico, él luego líder de un partido mayoritario, le envió a la colecturía de la cédula de nuestro pueblo, para que mejorara su archivo.
Lo que para mi tío, significó un retorno, después de 33 años, a su casa materna. A sus raíces, sus viejas amistades, a su barrio y a los parajes circundantes de su San Francisco. Lugares tan recorridos por él, junto a su madre y abuelos en las trabajosas compras de cerdos para sacrificarlos y distribuir su carne en el mercado local. Sin embargo, ese nuevo período llegó a su fin. Y ahora tenía que retornar a su capital, a su otra parte del mundo y a su familia inmediata.
Por ello, interpreté como un trance, a lo en qué lo encontré, al fondo del patio. Y era qué él sabía que no volvería jamás. Qué el morir rondaba su ser y estar. Pero, sobre todo, que bajaría a lo íntimo del suelo en otra región de su país, rodeado de otros árboles, pero con los mismos frutos.
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