La odontóloga metió la cubeta metálica con pasta y presionó. Mantuvo un rato, mientras el sabor avainillado sorprendía el paladar de Olga y ella disimulaba las náuseas. Dos días después Olga salía del mismo consultorio con una placa traslúcida para usar durante el día y otra, algo más gruesa, para la noche. Llevaba la diurna instalada en la parte inferior de sus dientes, pero a media cuadra se la quitó y la metió en la cartera.
Al llegar a la casa, volvió a ponérsela, se miró al espejo, se preparó unos mates y se dispuso a desbrozar la mata de lavanda, que ya estaba ocupando el espacio de los pepinos. Mientras trabajaba, el plástico se convertía en un silicio maldito que la hacía morder. Una conversación le llegaba desde atrás de la medianera, algo sobre la persistencia y el éxito del que insiste. Era un diálogo lleno de ejemplos, un intercambio en el que las partes estaban de acuerdo pero igualmente se esforzaban por competir.
La mano fue hasta la boca pero se contuvo, tenía los dedos llenos de tierra. Le era imposible parar de morder, como si la mandíbula no hallara acomodo y fuera incapaz de resignarse al soporte.
Con la palita pequeña extrajo los tomates recién nacidos, todos amontonados, y los repartió con diez centímetros de diferencia en una hilera prolija a la par de la cerca. Era buena en eso, sacar plántulas con su pan de tierra sin desbaratar las raíces.
El agua hervía, el chiflido la obligó a abandonar la labor, se levantó con un resoplo. Ella era persevarante. Apagó la hornilla, llenó el termo. Masticó, masticó. Acrílico duro en los dientes, se retiró la placa, la inspeccionó, le costaba concebir que tan insulso artilugio molestara de esa forma. La lavó, se la colocó nuevamente y se tomó un mate espumoso que la devolvió a la vida. En el patio dos teros chillaban alegres desde el techo del vecino. Eso es porque no tienen placa acrílica, pensó, invadida por una envidia espontánea que, de un impulso, la llevó a arrancarse la cosa de la boca una vez y otra vez y otra vez. Empezaban a dolerle los carrillos. Pero no iba a ganarle.
Es que la gente no tiene voluntad, seguían al lado. ¿Has visto cómo abandonan lo que recién empiezan? No, no, no, no. Alguien chasqueaba la lengua con reprobación.
De rodillas en el cantero esparció ahora semillas de acelga en un surco paralelo al de los tomates. Se volvió a colocar la placa, la había dejado un rato en el bolsillo del pantalón. Por alguna razón, la sobrevoló el recuerdo de su abuelo cabreado en el campo con las loras, rifle de aire comprimido en mano. Se comen la fruta antes que madure, porquerías de mierda, gruñia él, y disparaba contra los nidos en los eucaliptos.
Placa adentro, placa afuera. Placa sucia. Se metió a enjuagarla. Abrió la laptop y buscó en Youtube un mantra de esos larguísimos que repiten om tare tuttare como para exorcizar posesos. Se llevó la laptop a la galería para que la melodía le llegara. Empezó a tirar de las plantas secas de calabaza. Algunas calabazas aún no maduraban, pero la planta había copado el camino hacia el lavadero y pugnaba por ahogar las espinacas. Fue enrollando los tallos lánguidos sobre sí mismos hasta formar una madeja pesada que arrastró dificultosamente hasta la compostera.
Un perfume ambarado la distraía, se propagaba desde el predio vecino, era una de esas combinaciones florales con maderas de Oriente. Caro, un perfume caro. Olga lo juzgó de calidad a pesar de no encajar en su gusto. Quien usara el perfume estaría departiendo sobre las bondades de la constancia y sobre la disposición, siempre generosa, de un universo flexible a los caprichos humanos.
Mientras extraía el compostaje por la parte de abajo y lo mezclaba con una porción de tierra pálida y lavada cayó en la cuenta de que el plástico en la boca le había malhumorado el día y de que, hacía un rato, había dejado de masticar para pasar a una presión constante que le estaba hormigueando el maxilar.
Se incorporó, miró el cielo limpio, suspiró, abrió la boca lentamente. El esfuerzo le hizo doler hasta el oído. Quién sabe hacía cuánto apretaba los dientes de esa manera. Se sacó la placa, frustrada, la depositó sin cuidado sobre el mueble del comedor. En el baño, se enjuagó la boca, abrió y cerró tratando de relajar los músculos de la mandíbula. Placa de mierda, rezongó. Volvió al comedor, rabiosa consigo misma. La agarró de nuevo y se la colocó de forma tiránica. Ahí te quedas. Ahí se va a quedar, se conminó.
Regresó al patio con la polvera de diatomeas dispuesta a sopletear las albahacas, presas de las hormigas. El dolor en la quijada iba in crescendo junto con su incapacidad de ignorar el aparato. Afuera, cuchicheban que el que quiere puede y que la gente es vaga y se da por vencida y que hay que trabajar mucho y que… y que…
Olga pisoteó el suelo de lajas con bronca, se internó en la casa, se sacó la placa y la ubicó en el centro de la tabla de madera. Agarró el martillo de la carne y lo levantó alto. Bajó con energía pero en el último microsegundo el precio que pagó se le interpuso y ladeó el martillo desesperada. Treinta mil pesos. El ruido del mazo sobre el mesón fue atronador. Vibró la vajilla limpia en el escurridor y el timer a cuerda liberó un sonido residual.
Claro que puedo, se exhortó, ¡pero sin presiones, sin presiones!
Guardó la placa en el estuche celeste. Afuera la conversación se oía más fuerte y estentórea, había tomado además un tono sarcástico y reconventivo. Las voces más que reforzar ideas viraban a criticar con ahinco a quien no se cuadrara y tenían nómina extensa. Hacían balances. Y este y el otro, y tal y cual, y mañana y pasado, y el universo y la voluntad. Olga volvió a experimentar el flash de su abuelo en el campo contra los eucaliptos bulliciosos.
La mandibula le latía y provocaba alguna especie de sensibilidad acústica que la volvia loca. Cerró la laptop y el mantra se disolvió de repente. Ya no om tare tuttare, pero sí constancia y disposición, deseo y querer y superarse y no darse por vencidos y bla bla bla. El olor ambarado impregnándose en su nariz cada vez más. Fue hasta el viejo ropero del abuelo y agarró la escopeta. ¡Basta!, gritó, ¡se van a callar, aunque sea del susto, se van a callar!
Cargó, salió y apuntó al cielo justo para el lado de la medianera donde crecía el discurso sordo y removían ahora cucharitas dentro de tazas de porcelana. El tintineo se elevaba a decibelios exorbitantes. Así que gatilló.
Pum. El puñado de cotorras salió en estampida y cruzó el cielo como una nube de abanicos verdes, pesados y quejumbrosos. Los teros observaban inmutables desde el techo.
Se hizo el silencio. Aliviada abrió la laptop y reanudó el mantra mientras organizaba en el celular un temporizador para alternar lapsos de placa y lapsos de paz. Iba a ganar esa guerra.
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