Ecos de un Primer Amor.
1974, en un pueblo del sur. Yo estaba en tercero medio, y ella cursaba su último año de secundaria en el colegio María Inmaculada, ubicado a pocas cuadras del liceo donde estudiaba. En nuestra rutina diaria alrededor de la plaza, la veía pasar junto a sus compañeras, siempre sonriente, irradiando belleza y simpatía.
Casi siempre se acercaban al grupo de mis amigos para compartir unos minutos, y yo esperaba con ansias el cariñoso beso con el que ella nos saludaba. Me ubicaba entre los primeros, deseando sentir la frescura de sus labios en mi piel. La escuchaba con atención, convencido de que cada una de sus palabras estaba dirigida a mí. Sin embargo, cuando por azar del diálogo me hablaba directamente, apenas podía responder con tímidos monosílabos.
Cuando se despedía batiendo su mano, yo imaginaba que esos gestos eran solo para mí. A veces, en esas despedidas, me miraba con una expresión cálida, distinta a la que le daba a los demás, y se marchaba sola a su casa. "¿Será una casualidad?", me preguntaba. Si se volvía a mirarme dos veces, me armaba de valor para alcanzarla y acompañarla. Un día se volvió dos veces, y decidí esperar una tercera. Me miró. Me miró.
Las esperas se hacían eternas cuando llovía a cántaros o cuando nuestros horarios de salida no coincidían. Pero su sonrisa siempre volvía a iluminar mi día cuando, finalmente, nuestros grupos se encontraban de nuevo. Y ahí estaba yo, preguntándome si esa risa era también para mí.
Con la llegada de la primavera, la vi caminando por mi barrio, acompañada de su hermana y la pareja de esta última. Si esos paseos se repetían, pensé que aumentaban mis posibilidades de conocerla mejor. Me saludó desde lejos, y la esperanza creció en mí.
Mis amigos sabían que ella me gustaba y afirmaban que ese sentimiento era correspondido. Me incitaban a acercarme y completar el cuarteto, pero yo prefería quedarme jugando a la pelota con ellos en el parque.
Así pasó el año. Una tarde, mientras jugábamos, los vi sentarse en una banca en la esquina del parque, los tres mirándome mientras conversaban. La esperanza de que mis sueños se hicieran realidad creció. "La espera", pensé, "ha valido la pena."
De repente, el novio de su hermana se acercó y, desde el borde de la cancha, me llamó, lo que me hizo abandonar el juego.
—Luisa te está esperando —dijo cuando estuve frente a él.
No podía creerlo: Luisa le había pedido que me llamara.
—Anda... —insistió.
Reaccioné. Sí, me estaba esperando. Sus miradas lo decían todo. Era el momento que tanto había esperado y postergado. Ella había
dado el primer paso.
Caminé hacia ella. Los metros que nos separaban me parecieron kilómetros. Ella debió sentir lo mismo, porque avanzó hacia mí. Pensaba cómo comenzaría a hablarle. Qué alegría. Me sentía feliz.
Ya no me importaba estar cubierto de barro; estaba seguro de que no me lo reprocharía. Sonriente, lucía más hermosa que nunca. Su cabello se desordenaba con la brisa, caía sobre su rostro y volvía a su lugar, en un juego cómplice que aumentaba su encanto.
Se detuvo al borde del césped embarrado, con las manos entrelazadas detrás de su espalda. Íbamos a estar solos, frente a frente. Cuando finalmente estuve a su lado, sentí que mis sentimientos por ella eran correspondidos. Sus ojos claros así lo delataban. Pasaron largos segundos mientras contemplaba su belleza infinita. Sin saber qué hacer, me sorprendió cuando ella misma me acarició, pasando sus suaves dedos por mi mejilla, preparándose para decir lo que tenía que decir. Yo apenas la saludé, y no me importó quedarme mudo en esa posición privilegiada. Pensé que habría mucho tiempo para hablar en el futuro. Me sentía mareado al ver cómo mis sueños se estaban cumpliendo. Ella tomó mis manos y se dispuso a hablar.
Todo lo que había soñado, lo que había planeado decirle, la vida que imaginaba a su lado... se desvaneció en un instante. Comenzó diciéndome, muy pausadamente, que había venido a despedirse. En pocos días viajaría a Santiago para seguir sus estudios universitarios. Toda su familia se iba, y no regresarían.
La confusión se apoderó de mí. Se estaba despidiendo, y nuestra conversación fue breve, especial, pero formal. Ya mi corazón no latía de alegría. Todo era desorientación, desconcierto y tristeza. Sus ojos, al igual que sus labios, me dijeron claramente que cumplía con la delicada formalidad de despedirse de un amigo. Besó mi mejilla y se fue.
Tenía ese presentimiento. Habría preferido mil veces que todo siguiera como estaba, seguir mirándola al pasar, admirando su belleza, su gracia y su constante simpatía, con la esperanza de tenerla algún día, pero no perderla como estaba sucediendo.
Tras la breve despedida, un eclipse cayó sobre mi mundo. Apenas unos días más tarde, ya su familia había partido. Muchos días pasaron en los que despertaba con la esperanza de verla aparecer en alguna callejuela de la ciudad, en la plaza o en el parque. Me dolió acostumbrarme a su ausencia. El paisaje ya no era el mismo; todo el entorno se volvió triste, apagado, solitario, sin brillo alguno. Me sentía de cien años. Nada me interesaba; los partidos en el parque se volvieron cosas de niños, infantiles. Una sombra de tristeza y dolor parecía haber caído sobre todo el lugar. No tenía nada y no quería nada.
Pasaron los días, llegó el verano, y los contactos con amigos se volvieron cada vez menos frecuentes. El pueblo ya no era el mismo en el que había vivido; mis amigos ya no lo eran, aunque sabía con certeza que el que realmente había cambiado era yo. Yo no era el mismo de antes. Nunca lo sería. Hasta mi perrito ya no me acompañaba como antes.
En febrero, gran parte de la población se desplazó. Todo se veía vacío y solitario, triste. Esperaba que al volver al liceo, para cursar mi último año y reencontrarme con mis compañeros, todo cambiaría, pero no fue así.
Un día, el novio de su hermana me contó que Luisa había tomado una decisión muy especial: me había elegido como la persona en la cual recordaría el lugar donde nació y vivió. Qué ironía. Él sí disfrutó de la compañía de su hermana, paseando, divirtiéndose, conversando y compartiendo anhelos y esperanzas. Sin duda, su sufrimiento es peor.
Fue un año muy triste.
No quería que ese segundo verano sin ella se volviera eterno, así que me alejé, y fui a pasar el tiempo con unos parientes lejos del pueblo. Volví en marzo solo para arreglar algunos asuntos y prepararme para lo que vendría en la universidad. Con mucho dolor, supe que dos días antes de mi regreso, ella había estado en el pueblo, en casa de unas amigas. Mis amigos del barrio comentaron que varias veces apareció preguntando por mí. Localicé al novio de su hermana, quien me confirmó que hasta el último día ella mantuvo la esperanza de verme. Y se fue triste.
Al verano siguiente volví y permanecí en el pueblo, pero ella no apareció. Nunca más supe de ella.
|