Disparos (Bonora, María Victoria & Pandolfi, Nicolás Agustín).
Disparos. En un barrio alejado del centro de Brooklyn, era todo lo que se escuchaba; disparos. Una mesa con un arsenal completamente confiscado se encontraba allí. Los policías y detectives deambulaban por toda la casa esperando encontrar alguna pista. Bukít era un barrio controlado por la delincuencia. No había policías, no había seguridad. No había control. Callejones largos y oscuros con aroma a inquietud. La oficial Hartig iba callejón tras callejón interrogando a quién se le cruzara. Sin miedo, sin límites; sin piedad.
Por otro lado, y en completa rivalidad, la detective Hudson observaba atentamente cada detalle a su alrededor. Trabajaba sola, como de costumbre, y no dejaba que nadie se le acercara.
Aquella fría noche de noviembre en que todo había comenzado, Vicente y Marion Antonicelli, hermanos de sangre, planeaban el mayor ataque a Bukít de sus vidas. Jefes de la mafia, cuarenta años de edad. Su único objetivo: tomar el control de Bukít sin que nadie se interpusiera. Sin embargo, Elena Hartig planeaba lo contrario; y Verónica Hudson, sin saberlo, también.
Ambas mujeres venían trabajando en el caso de las mafias desde sus inicios en la carrera contra el crimen. Y desde siempre, policías y detectives llevaban una rivalidad estrella.
Cada una, por lo tanto, iba por sus propios caminos, pero con el mismo fin: destronar a los jefes de la mafia.
Mientras tanto, los hermanos Antonicelli estaban cada vez más cerca de concretar su ruin deseo. El plan era el siguiente: tomar Bukít en el día tres de enero del nuevo año, mediante una perfectamente detallada toma de rehenes, un arsenal lleno de muerte fría y manchado de sangre. Todo parecía salir de acuerdo a lo esperado.
Al otro día, la detective Hudson organizaba sus expedientes para ir a dar una gran conferencia a la ciudad de Nueva Jersey. Rumores había de que la agente estrella de la policía neoyoriciana, Elena Hartig, estaría también allí, los cuales serian ciertos, ya que la joven se encontraba en su camino hacia el Rutgers University Inn And Conference Center, un auditorio de renombre de esta ciudad.
Ambas llegaron peculiarmente temprano, y más extraño aún, al mismo tiempo. Caminaron juntas y subieron al mismo ascensor; sin siquiera darse cuenta de que era su eterna contrincante quien estaba al lado.
Repentinamente, la detective Hudson levantó su cabeza del piso y observó la placa en la camisa de su compañera de ascensor. Y sin poder creer lo que veía, habló:
- Buenas noches, agente Hartig – y le tendió su mano.
Elena la observó muy detenidamente antes de devolver el saludo con una seria mirada y respondiendo con parsimonia:
- Buenas noches. – El silencio las atrapó.
Elena se sintió confundida por la rapidez de la sangre en sus venas cuando chocó con la otra.
Al salir del ascensor, se dirigieron a la sala donde se daría la conferencia, y cada una tomó asiento en el lugar que le había sido asignado. El lugar comenzó a llenarse de periodistas desesperados por un poco de información. Interrogantes, dudas, inquietudes; eran las únicas oraciones que podían pronunciar. “¿Cómo piensan resolver el caso?”, “’ ¿Creen que descubrirán a los culpables?” Ninguna pregunta fuera de lo común. Hasta que hubo una en particular que llamó la atención de todos: “¿Qué piensan hacer con la histórica rivalidad entre detectives y policías?” Verónica y Elena giraron sus cabezas lentamente hasta conectar la mirada. Respiraron profundamente, se quedaron calladas por unos segundos y, repentinamente, la voz de Elena se hizo oír:
- Cada equipo trabajará por su cuenta y no se interpondrá en la investigación del otro. Es lo que siempre hemos hecho y pretenderemos seguir haciéndolo así. – pronunció esas palabras con un tono arrogante y conservador, ante la casi entristecida mirada de Verónica.
Continuaron respondiendo preguntas, y a Elena le costaba admitir que la misteriosa manera de hablar de Verónica le resultaba brillante. La mujer respondía las inquietudes de la prensa como si tuviera todo bajo control.
Y por su parte, Verónica estaba, podría decirse, confundida, a pesar de que trataba de mantener su cordura respondiendo todos los interrogantes de la mejor manera.
Lo que nadie sabia era que, mientras la conferencia tenia lugar, en una decrépita casa abandonada del centro de Nueva York donde a nadie se le ocurriría investigar, los hermanos Antonicelli ultimaban los detalles de su cruel plan.
Habían pasado los meses desde la conferencia, y Marlon, junto con Vicente, ya estaban instalados en Bukít, esperando el momento justo para ejecutar su plan maestro. La esperaba noche del tres de enero había llegado; la niebla cubría la ciudad, un ambiente tenebroso que inquietaba a cualquiera.
Sin darse cuenta, Verónica y Elena habían entrado a la misma habitación. Se encontraban allí; en las calles pobladas de densa oscuridad de Bukít, controlando cada lugar que les quedara sin registrar. Cualquiera en su situación moriría de miedo, más ellas tenían la sangre cargada de morbosa adrenalina. Desde que habían decidido dedicar su vida al caso de las mafias, realizaban un control por las peligrosas zonas cada semana para asegurarse de que todo estuviera en orden.
Al encontrarse allí, y al ver a la otra por segunda vez, sus ojos se cruzaron en una inmensa mirada que limitaba entre la destrucción y la calma, la guerra y la paz. Las manos de Elena se cerraron en un puño al darse cuenta de que aún recordaba la admiración que le había causado la simple presencia de Verónica en aquel auditorio, y con ese pensamiento se dio la vuelta para volver a su investigación sin pronunciar palabra alguna.
- Elena. – Se escuchó la voz de Verónica como en la desesperación del susurro. – Espera. Tengo algo para decirte. Ya no puedo callarlo más. - Y su tense hablar fue interrumpido por un disparo. Y muchos, muchos más.
Muros cayeron sobre sus aterrorizados cuerpos, y mientras caía vertiginosamente, Elena divisó la silueta de aquellos que tanto buscaban.
Asfixiada por la oscuridad, sintió cómo dos pares de fuertes brazos la levantaban, y hasta se le hacia visible el latido de su corazón. Quería escapar, pero no conseguía las fuerzas para lograrlo. A lo lejos, con los ojos a duras penas entreabiertos, vio a Verónica levantarse. Se preguntó, por un efímero momento, qué habría sido eso tan importante que ella quería decirle, y no pudo evitar preguntarse también si la otra habría quedado igualmente admirada el día que se conocieron. Tuvo que aceptar que jamás lo sabría. Se escuchó un grito:
- ¡Elena! – era la voz de Verónica. Pero todo fue en vano.
Las luces se apagaron. Y lo último que se escuchó, fueron disparos.
FIN.
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