Mi abuela todavía no había conocido a su marido. Y él, aquel lunes se levantó más temprano que nunca. No tuvo que ensillar su caballo porque la noche anterior lo ató al viejo Samán sin quitarle la montura. Ni siquiera pasó por la cocina a tomarse el café que Filomena, su hermana menor, le dejó al borde del fogón.
Y era que tenía que apurarse porque se supo que al río Jaya le había llovido en la cabezá. Y sabía que ese torrente tenía los juegos pesados cuando crecía. Pero su caballo, que bien conocía su rutina, sin tener que guiarle, tomó el sendero a la derecha del arroyo que le dio nombre a su campo. Ya que no era lo mismo cruzar el Bijao, qué vérsela con el Jaya botáo.
Pero ajeno al instinto del caballo, el plan de Ramoncito, era atravesar la Joya antes de que aclarara el día. Entonces, seguiría de volada hacia la loma, en cuyo firme, al rancho dejado el sábado a nivel de solo faltarle el techo, los peones pudieran encontrar todo preparado. Sin embargo, cuando mi abuelo me contó esta historia, Yo con menos de diez años, más que su cuento, lo que me atrajo fue otra cosa.
Qué fue preguntarme ¿cómo un hombre de campo, manejando lo propio de la zona rural, se había convertido en un habitante del pueblo? Logrando lo que hay que hacer para vivir en la ciudad. Y le miraba haciéndome el relato, con un reloj Bulova de alta gama desarmado sobre su mesa de trabajo. Labor que también combinaba con la barbería, la radiotécnica y su jugar con lo que llamamos espejuelos.
Pero yendo él sobre el lomo del potro, aún sin haber amanecido por completo, tuvo que hacer un sesgo para evitar un tronco recién caído en medio del trillo. Lo que le forzó a meterse por el espacio entre un bohío y su cocina. Reduciendo, por supuesto, el trote del animal a un paso moderado. Por ser prudente con la gente que dormía en el interior de la vivienda.
Pero a ambos, hombre y bestia, los espantó el ruido de un golpe seco sobre un rostro humano. Qué lo confirmó el inmediato alarido de una muchacha. Seguido por un vozarrón masculino: ¡levántate, maldita, a hacerme lo que tienes que hacer! Y sonó otro bofetón aún más potente que el primero. Luego sé oyó un profundo quejido de la indefensa mujer.
Y Ramoncito imaginó al agresor halando por el pelo a Filomena, la hermana que se levantó primero que él, para colarle el café que ignoró al partir y que quedó junto a un fogón todavía encendido. Y en lo que no podía ver, miró la negra cabellera suya, empuñada por un abusador que le propinó ahora, lo que se oyó como un puñetazo al vientre. Y que a la joven sin aire, solo le salió una especie de ahogado eructo, qué logró espantar también a su montura.
Momento, en que Ramón perdió sus estribos, gritando: ¡No le peques a esa mujer, abusador! Y su voz fuerte y dominante fue seguida por un silencio que lo satisfizo. Pero que fue muy corto, porque lo apagó una aguda voz de muchacha: ¡Y a usted qué le importa, intruso! ¡Más le vale que siga su camino!
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