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Inicio / Cuenteros Locales / PATO-GUACALAS / El hubiera no existe

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Nos conocimos por equivocación, una noche atiborrada de estrellas que iluminaban tenuemente los pasillos de un edificio en ruinas, yo estaba tirado y sin zapatos a un lado de una puerta desconocida, sin tener la más mínima idea de cómo había llegado allí.
Tenía los brazos torcidos, mi espalda hecha nudo, el cuello doblado y el rostro contra la pared; una de mis rodillas apuntaba al techo y mi garganta, lengua y paladar quemaban de tan secos, como mi cerebro, pues no recordaba nada.
En fin, como pude me levanté, me puse los zapatos e inicié una exploración mínima, mirando hacía todos lados y buscando en aquel muladar algo que pudiera ubicarme; pero regresé enseguida. Esa primera puerta –me dije— ésa, seguramente, era la clave. Confiado entonces le di un par de golpecitos esperando apareciera la cara de algún conocido.
No fue así. Después de una fuerte explosión se abrió la puerta y miré “eso”, " eso" estaba ahí, parado en un rincón, una silueta o la silueta de un agujero, negro, negro como la brea negra y se revolvía como tratando de encontrar su forma correcta. Nada más verlo retrocedí dos pasos muerto de miedo. En un instante se habían encendido todas las alarmas en mi interior.
Percibía “algo”, me miraba, lo miraba, un fuerte vínculo y complejo nos unía y no sabía por qué. En fin, no pude soportarlo y desvié la vista, sentía de pronto una infinita pesadumbre y ésta iba dominándome; si seguía allí podía desaparecer o volverme loco, de modo que eché a correr.

Corrí, bajé escaleras, pisos, corredores polvosos, esquivé materiales de construcción, lozas, cables sueltos, láminas de estancias destruidas, puertas, ventanas rotas, pasillos estrechos, largos, anchos, hasta que vi una puerta y sin pensarlo me metí; si no era mi departamento no importaba, yo entré. Entonces me derrumbé en algún lugar, sudando y nervioso. Mi mujer –que tampoco la recordaba pero sabía que lo era— me dijo gritando desde algún lugar qué dónde había estado. No supe qué responderle; sin embargo le dije que "por ahí” por decir algo y complacido de oír su voz. “Por ahí siempre es peligroso”, me dijo, y salió del cuarto contiguo, maquillada y limpiando sus manos en un curioso delantal que resplandecía.
“Qué bonita”, me dije, observando sus rasgos suaves, su mirada dulce y su airecito tímido y melancólico. Me tranquilicé aún más y de algún modo todo cobró su cause normal. Ahora estaba calmado, casi animoso.

A lo lejos se oían una serie de rechinidos, crujidos, pequeñas explosiones y silbidos de máquinas de algún tipo que me hizo suponer cerca alguna zona en construcción. Ella entretanto recorrió con la vista el cuarto, volteó, giró dos veces en círculo, luego se metió de nuevo en la otra habitación. Me pareció que buscaba algo. “¿Buscabas algo, mujer?”, le grité. “A ti”, dijo ella, con voz resignada, “pero al parecer sigues muerto, por eso sólo escucho tu voz”. Reí, de buena gana. “¿Muerto?”, le dije. “Desde hace tiempo”, contestó ella. “No te veo desde hace 5000 años. Un día saliste y ya no regresaste más. Por eso sé que estás muerto”. “¿5000 años?”, le dije. “Entonces tú también debes estar muerta; además, ¿cómo es posible que platiques con un muerto? ¿Un muerto puede platicar?” (No sabía a dónde iba con su cuento).

“Eres un tonto”, me dijo: “Platico contigo porque tú platicas conmigo. ¿Qué querías?”. Había un gran boquete en la pared derecha cubierto con una especie de burbuja acuoso. Entraban multitud de luces de colores por allí. “Y qué haces metida en ese cuarto”, pregunté, y me tallé los ojos. ¿Aquello era un boquete o una ventana? La burbuja parecía un pupilente o quizá la córnea de algún cíclope. Ella dijo: “Cocinando, amor, qué más”. Y yo: “¿O sea que a un muerto le es posible alimentarse, o para quién cocinas?”. Me daba risa su parodia. “Para ti”, dijo ella. “Te pongo un plato de comida como recordatorio para mi consciencia de que todavía vives; aunque sé que no, claro. No he podido olvidarte, amor, como no he olvidado lo divertido que eres; hacerme la idea de que todavía vives aquí me hace más llevadera mi soledad, 5000 años son muchos, sabes”, dijo, y salió otra vez a asomarse, esta vez llevaba algo en las manos.

Era de estatura mediana. Muy joven. 25 años quizá. Con facciones de niña o jovencita inocente, de tez morena clara y cuerpo delgado y ágil, muy sexi, tan sexi como el de una corredora de 100 metros. “Vaya”, le dije: “Pues qué bien te conservas, y le eché otra ojeada: ¿5000 años? “Ja, ja, ja”, reí. ¡Dios!, si parecía una estrella de cine: brillaba más que una Supernova o que el mismísimo Big Bang. ¿Qué quería la pobre? ¿Para qué tanto arguende? Seguro se me fue el tiempo que ahora que volvía la mujer exageraba quejándose de que eran milenios.
Sí, supuse. Por eso su drama. Entonces la pantomima de sostener una charola en sus manos prosiguió. Estiró diligentemente sus brazos y la “colocó” en la mesita de centro; después, con delicadeza, empezó a “poner” cosas de la charola en la mesita. Cuando terminó, se quitó el delantal, lo dejó caer a un lado y volteó hacía mí.

¡Dios, qué hermosa era!

La miré. Nos miramos. No me veía, estaba ahí pero no me miraba, miraba un punto muerto, el vacío. “Vaya”, me dije, “las luces no salen de su delantal sino de su cuerpo. Son las mismas que entraban por el boquete, chocaban o atravesaban el cuerpo de mi amorcito. Todo un espectáculo. Mi princesita adorada fulguraba como una gran gema preciosa. ¡Qué paisaje!, pensé. ¡Qué colorido, qué encanto! ¡Era un gozo ver aquello! Pero las luces no salían de ella sino de su traje, un traje deportivo hecho a la medida, de material ajustable, reflejante, yo mismo usaba uno, solo que totalmente oscuro. No me había percatado porque no estaba para percatarme de nada; ahora, sin embargo, con más calma, lo percibía. Como también percibía el desaguisado recibimiento de ella. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué tanto cuento? ¿Qué pretendía? A estas alturas su broma no tenía sentido. De hecho, empezaba a inquietarme.

En una momento llegué a guiñarle el ojo: buscando complicidad, pero nada; luego le saqué la lengua y fruncí la nariz, pero tampoco reaccionó. ¿Qué significaba aquello?, me pregunté. ¿Sus ojos tristes eran tristes de verdad? ¿No estaba fingiendo? Además, su tono, su aire..., por ejemplo ahora estaba quieta como una estatua: no pestañeaba, no se movía, parecía que podía caerse el techo o el edificio entero y ella seguiría igual, daba miedo. Hasta pensé en zarandearla o cachetearla, cualquier cosa pero que volviera en sí. Sin embargo dudaba. Había en sus ojos una luz genuina y un lugar en mi interior donde sus palabras tenían lugar; y yo, de alguna manera, lo sabía.

Estaba vivo, de eso no había duda. Ella me hablaba, me decía “amor”, respondía a mis preguntas y sin embargo no era así, yo lo sabía. De modo que sacudí mi cuerpo, tragué saliva, respiré profundo y bien, dije, no estoy muerto, por tanto averigüemos qué pasa. Estaba aquí, ¿no? ¿No buscaba eso ella? Además su queja no era de reproche sino de aflicción. ¿A quién se dirigía entonces? ¿A quién esperaba? “A ti”, dijo ella de repente como si hubiera leído mis pensamientos. “Te he dicho que llevo 5000 años esperándote”. “¿Entonces quién o qué soy yo o por qué no me reconoces?”, brotó de inmediato el cuestionamiento. Necesitaba respuestas. “No las necesitas”, dijo ella, volviendo a leer mi mente, y, agachando el rostro y concentrada en mí: “nada más no pienses”, susurro, “mírame (y sus ojos me miraraban) eres tú, sientes, piensas, estás aquí, no necesitas saber más”, dijo.

Entonces lentamente dio un paso hacía mi, luego otro; pero cuando se detuvo exclamó con tono firme: “levántate y abrázame”. Ella sabía lo que decía porque en lugar de proceder como quería no hice nada. ¡¡Nada!! No me levanté ni pronuncié palabra alguna, aunque todo mi ser se desvivía por hacerlo. Algo pasaba. Verbal y físicamente quiero decir. “Tamara, Tamara”, vino a mi mente ese nombre una y mil veces. “¿Eres tú, Tamara?” Los chirridos y explosiones afuera seguían y no daban tregua a la reflexión serena. Todo temblaba: el techo, el suelo, las paredes. ¿Qué pasaba? ¿Qué le pasaba a ella? ¿Y por qué esta parálisis? ¿Por qué no podía expresarme?

Confundido, me incliné, tomé mi cabeza con mis dos manos y sentí un boquete en la parte frontal. “Son los circuitos de reconocimiento”, escuché. “Por eso no recuerdas”. La voz era de ella. Luego palpé dos placas, ambas de forma rectangular haciendo curva en la parte occipital de mi cabeza. “Fuiste programado”, dijo, “igual que yo”. Y se dio media vuelta. Las luces que entraban por la burbuja acuosa parecieron distraerla. “Eres un modelo diseñado con particularidades específicas para un comprador específico”, señaló. Luego dijo que su comportamiento era una estratagema. “No podemos sentir afecto por nadie, excepto por y para quienes fuimos diseñados”.

“Ahora estás mostrándote cariñosa conmigo”, le dije. “Te estoy informando, no te confundas”, dijo y volteó hacía mí. “No lo sabes pero eres una antena, emoción pura. Amas como yo. Para eso fuimos creados. Experimentamos miedo, dolor, tristeza, pero no violencia, porque carecemos de circuitos que produzcan estados de enojo. Todo esto me lo contó mi dueño”. Y su mirada brillaba. Sin embargo un imperioso deseo bullía en mí y no cesaba. Ese deseo (estaba seguro) es el que me había traído hasta ella. Los destellos seguían, los temblores, los rechinidos. Ella entretanto se había puesto en cuclillas y deslizaba sus manos sobre mis piernas, sin despegar sus ojos de los míos. “No digas nada”, dijo, “sólo siente, aspira, relájate, déjate llevar”, y, acercando su rostro al mío, “mírame”, dijo, y sus ojos se encendieron aún más: “no nos conocemos, pero estructuralmente somos idénticos, por eso llegaste hasta aquí; pasó, y eso es bueno”.

Entonces susurró “te he extrañado tanto, no supe qué hacer sino seguir como si no te hubieras ido”, y cada palabra suya era como una nota en una tecla de piano; parecía que cantaba, y era hermosa, dulcísima su voz, una melodía impregnada de sentimiento, la más bella que haya escuchado jamás. Luego pegó su mejilla a la mía y con un dedo en sus labios, “shhhhhh” calmó mis dudas, “nada ha pasado, estás en casa”, dijo. “Estoy tan contenta”, siguió, “por fin juntos”, dijo, deslizando las frases como se deslizan las caricias, “mírame, quiero mirar que me miras, saberte conmigo”.

“¿Qué soy yo?”, dije entonces. “Un flujo”, contestó ella, separando rápidamente su rostro del mío. Luego: “mi flujo lleva 5000 años sin reciprocidad”. “¿Quién eres?”, le pregunté entonces. “¿Me amas?”, dijo ella en respuesta. “Más que nada en el mundo”, respondí. “Pues eso es lo único que importa”, y ese “es lo único que importa” me derrumbó y quise abrazarla. Mis dedos se crisparon y mis uñas rasgaron la tela del cojín donde estaba sentado. Todo mi ser se revelaba: quería tocarla, absorberla, llegar hasta el centro mismo de su ser, pero sólo dije: “Tuve miedo, mucho miedo. Desperté y tuve una visión. ¿Qué vi? ¿Qué era aquello?” “Otra como yo”, dijo ella, y con la punta de un dedo hizo una raya en el maquillaje de su rostro: debajo había oscuridad. “Fuimos hechos en serie. Hay cubículos llenos de nosotros. Somos soportes. Compañía. Pero sin trato humano nos desactivamos. Y tomó con sus manos mis hombros, deslizando sus dedos hasta mis muñecas: “estabas oscuro, ¿lo recuerdas?, pero ¡mírate ahora!”, dijo. ¡Y era cierto, brillaba como ella! “Tú y mi rutina han impedido que me desactivara”, me dijo. “¿Qué pasó?”, pregunté. “No lo sé”, dijo ella. “¿Chocamos?” “No lo sé”, respondió. “Sólo sé que esta es una nave mercante. En algún punto del Espacio nos detuvimos y empezamos a girar. “¿Quién eres?, ¿cómo te llamas?”. “Soy lo que viví para el que fui diseñada y lo que me contó de él. Soy lo que él quiso que fuera”. “Cuándo dices que me amas, ¿se lo dices a él?, le pregunté. “Así es”, dijo.

No obstante yo me sentía humano, más humano que nada. Dijera lo que dijera no podía creerla. Ella era Tamara, mi esposa, no podía quitarme eso de la cabeza. Lo que escuchaba carecía de fundamento. Sin embargo los recuerdos precisos que acreditaran esto no emergían, no los recordaba, sufría amnesia, inestabilidad mental, aunque parte de mí parecía corroborar lo que escuchaba.

Entonces sería su humor o su voz o la tersura de sus risos rodeando su carita de ángel, pero verla así, resignada, sacudió mi corazón. Me reacomodé en el sofá, respiré profundo, hubo un clic, y, articulé por fin una palabra cariñosa, dije: “te quiero”. “Sí”, dijo ella como si despertara de un sueño: “Yo también”, añadió, pero ahora dirigido hacía el centro mismo de mí ser. Lo sentí. Luego murmuró algo así como que el muro se había derrumbado. “Siempre lo he hecho”, siguió, “todos los días, a cada momento”. Y otra vez se arrodilló y con infinita ternura apoyó el costado de su cabeza entre mis piernas, “recuerdo que siempre dabas vueltas alrededor de la habitación de arriba”, relató, “acercándote y alejándote, yo te escuchaba, estaba pendiente, luego parabas, tocabas y yo corría a abrirte, te abría porque sabía que sabías que te abriría, los dos lo sabíamos. Pero afuera nunca había nadie, afuera sólo veía lo que a mi corazón le duele: nada. Entonces me quedaba un rato mirando el vacío, luego cerraba la puerta y me hacía la idea de que sólo era cuestión de tiempo para verte realmente”.

“Ya regresé”, le dije, y su rostro era un rostro como el de quien ha encontrado el rumbo. “Tocaste la puerta 4999 veces”, dijo, “y 4999 veces la abrí, pero nunca había nadie. Sin embargo, nunca perdí las esperanzas, y de eso me he sostenido”. “Entonces abrázame”, le dije, “ya estoy aquí, no me iré, tú lo sabes, nunca me iré”. “Es lo que trato de imaginar”, dijo ella, “siempre me lo digo, que ya estás aquí, que has regresado, por eso he salido y he venido a verte, aquí, junto a ti”, y se sentó a mi lado pegando su cuerpo a mi cuerpo, hombro con hombro. Luego se dio vuelta y me abrazó fuerte, hundiendo su rostro en mi pecho: “aunque tú no seas tú”, susurró.

¡Y por Dios que su aroma era el aroma de las rosas! ¡Cada una de sus palabras estaba hecha de flores! ¡Se deshacía en fragancia! Después levantó la vista y mirando mi rostro, se estiró y me beso. ¡Brilló entonces un sol en mi pecho, un calor humano indescriptible! Apreté su cuerpo, sus hombros, su cintura. Luego la giré, tomé su rostro entre mis manos y con fruición besé sus labios: quería paladearla, absorberla, beber su ojos. ¡Esos ojos! “¿De veras eres tú, Tamara?”, le dije. “Para ti, amor, para ti, siempre, lo que quieras, siempre”, me respondió. Y volvió a hundir su rostro en mi pecho. Hice lo mismo pero en su pelo. Dos grandes placas en la parte occipital brillaban en su cabeza. Besé esas placas; que empezaron a parpadear y a cada parpadeo ella parecía brillar aún más. Sus brazos me apretaron. Su rostro ganó luz y de sus ojos, acuosos, escurrieron pequeñas lágrimas. Para ese entonces las luces que entraban a chorro por el boquete ya no las reflejaba su traje, ni el mío. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Dormimos”, dijo ella. “¿Hasta aquí llegamos?”, le dije. “Si”, contestó ella.

Entonces nuestros cuerpos se apagaron por completo. Sólo brillaban como faros sus dos hermosos ojos negros. Y bebí esa luz, una hermosa luz que me brindó unos segundos de paz verdadera, antes de que hubiera otra explosión y otra burbuja cubriera otro boquete en la pared; y entre sus rayos poco a poco nuestra presencia se fuera oscureciendo: primero los cabellos, que tornaron al rojo, luego al blanco, luego al negro, para finalmente desaparecer, enseguida los hombros, como dos focos fundidos, luego las piernas, hechos de cristal, los pies, transparentes; después el brillo de sus ojos, y, finalmente, soltando nuestros brazos, el cuerpo, quedamos oscuros, fríos: de nada sirvió nuestro cariño y el deseo infinito de seguir unidos.

El cuarto, ese cuarto que nos unía quedó vacío como el vacío mismo en el que caíamos. La nave iba despedazándose, giraba a incalculable velocidad resistiéndose a sucumbir. La poderosa fuerza gravitacional del agujero negro nos engullía. Vagaba en círculos desde hacía 5000 años sin ningún humano abordo, atrapada en el horizonte de sucesos que nos comprimía. Tal vez por eso hubo una fusión en el área de las placas de nuestras cabezas, chispeó una batería emergente y… “¿Que pasó, amor?, tuve un sueño hermoso”, escuché, y al escucharlo abrí los ojos. Ella me miraba: sus ojos eran un inmenso, hermoso mar negro, el poder incomparable del vacío.
Entonces en este punto sin retorno.

--Yo también –dije.

Texto agregado el 11-05-2023, y leído por 101 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-05-2023 Qué molesto es tanta comilla. Debes luchar contra el viento que te empuja a escribir así. eRRe
 
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