Existía por entonces un viejo. Pero no era ningún viejo decrépito y amargado, que vivía aún la agonía de sus últimos días. Aunque tampoco era uno de esos que sentaban en sus faldas a sus nietos a contarles un cuento a los mocosos. No, aquel viejo no tenía nietos. No tenía familia conocida en ese pueblito donde vivía. Jamás hablaba. Vivía inmerso en sí mismo, sin perder el tiempo en pequeñeces.
- Amigos- se decía para sí cuando pasaba por un grupo jóvenes- ¡Que gran tontería!
Nadie sabía nada sobre su vida. Absolutamente nada, y se dedicaban a inventar historias tan tontas como ellos mismos. Como que el viejo guardaba en secreto una máquina para conquistar el mundo...
Sin embargo, esa es otra historia. Sí, el viejo vivía con un secreto. Por eso es que no tenía amigos, ni vida. Pues su vida estaba ligada al secreto, y el secreto ligado a su vida.
Otro hecho muy extraño en el viejo es que todas las mañanas salía exactamente a las seis de la mañana y no se le veía por el pueblo hasta las doce del día exactamente, ni un minuto más, ni un minuto menos. Se veía que tenía prisa. Pero no se metía en la vida de nadie, si no se metían en la suya. Intentaba llevar la vida en paz. Pero aún seguían todos preguntándose sobre tal secreto. Y es que era tan enigmático ver a un viejo entrando y saliendo, que llegaron a odiarlo. Sí, a odiarlo, odiar a ese mismo viejo que no se metía con su vida, y no molestaba a nadie. Pero la rabia de los habitantes del pueblo fue inevitable.
Y fue que en eso de las once y cuarenta de la mañana, le prendieron fuego a su casa... Pero, lo que nadie sabía hasta ese momento es que, casualmente, aquel mismo día el viejo no había salido a sus habituales caminatas.
El fuego corrió a través de la casa, y nadie, nadie pudo apagarlo. Entre los escombros unos aldeanos fueron a rebuscar. Sin embargo, no encontraron ningún cuerpo, ni cenizas, ni nada. Sólo un cuaderno negro, quizás un diario, no sabría como explicarles lo inexplicable. El hecho era que ni el diario, ni ninguna de sus hojas presentaban el más leve susurro de fuego.
Intacto el libro, don Dimas alzó una ceja al ojear algunas páginas. Al terminar, se fue sin pronunciar palabra. Y aunque no me lo crean los otros aldeanos hicieron lo mismo. Ojearon y se fueron. No recuerdo muy bien lo que las primeras páginas decían. Tal vez cosas como que el amor era una maravilla y no una tontería. O quizás que era aquel pueblo lleno de rencor, gente buena, pero poseída por el odio y el mal. Sin embargo, la última hoja escrita con tinta negra, aún duerme en mi memoria, y confieso que es lo único que no despierta y corre de ese lugar:
"Llegó el día. Hoy no iré temprano con ustedes, mis ángeles, que me dormiré junto al fuego de mis amigos... Dios" |