Catalepsia
Desde que Camilo leyó en la prensa la noticia de que un hombre dormido fue sepultado con vida, lo invadió una profunda inquietud.
Sabía que él dormía como un condenado y recordó que en varias ocasiones su hijo se esforzaba para despertarlo; de ahí su temor a que, en una de esas noches de sueño profundo, fuera considerado muerto por sus problemas cardiacos, y enterrado sin remedio.
Se imaginaba entonces despertando y al abrir los ojos encerrado en un lugar oscuro, metido en un ataúd de madera forrada a su espalda, en sus laterales y a poca distancia de su cara; vestido formalmente con su único traje y con dificultad para respirar, porque el oxígeno era casi nulo en aquél reducido espacio donde incorporarse era imposible.
Sin pensarlo dos veces, redactó una nota dirigida a su hijo que colocaba antes de dormir en la mesita de noche y guardaba en su gaveta al despertar, que decía: “Si me ves inmóvil, no pienses que estoy muerto: sólo estoy profundamente dormido. Háblame duro, hálame los brazos y si no despierto échame agua fría, dame corriente, pero por favor, despiértame, que solo estoy profundamente dormido. Si todo lo anterior no funciona y deciden enterrarme, te pido un último favor: coloca mi celular en un bolsillo de mi camisa. Es de poco valor y puede ser muy útil si llegara a necesitarlo”.
Y todo sucedió como lo que temía previsto:
Una noche fue a descansar y despertó en oscuridad total, con problemas para respirar y encerrado en un estrecho cubículo que debía ser un sarcófago. Entonces, recordó la nota que dejaba a su lado y la petición de colocar el celular en su camisa.
Sin mayor esfuerzo, logró tocar con su mano derecha el referido bolsillo y pudo constatar que en él había un objeto duro, rectangular: ¡su celular, sin dudas!
Lo sacó como pudo y con sumo cuidado, tanteando cada tecla con su dedo índice fue oprimiendo una tras otra hasta marcar los diez dígitos del teléfono de su vástago; lo acercó al oído y con inmensa emoción escuchó que timbraba.
Con impaciencia lo oyó sonar repetidas veces. Finalmente, una voz de un hombre, evidentemente compungida, respondió:
—Buenas tardes, ¿quién habla?
Un regocijo indescriptible se apoderó de Camilo al identificar la voz de su hijo cuando parecía que no atenderla la llamada.
—Omar, hijo, soy yo… —dijo entusiasmado, mientras la señal se perdía hasta desaparecer por completo.
Desesperado, insistió:
—OMAR…SOY YO. ESTOY VIVO...OMAR… ¿ME ESCUCHAS? ¡OMAAAAR!!!!!
Alberto Vásquez.
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