El señor me ofreció margaritas, dijo que eran grandes, casi gigantes. Me tapé la boca para no reírme.
—Las cultivan en un valle escondido entre las montañas. Los pétalos son de un blanco impoluto. El centro está en llamas. Lo grandioso es cuando las mira. —Se quitó los lentes, movió las cejas hirsutas.
— ¿Y qué es lo grandioso?
—Que en el momento de mirarlas dejan de ser de usted.
— ¡Explíqueme!
—El ramo le pertenecerá a la mujer que ama. Siempre y cuando la ame de verdad y oriente el ramo hacia donde ella vive.
Le compré el ramo, era el único.
—Hay otro secreto para que su amada piense en usted — arqueó la ceja, y me sonreí – tiene que comprar otro ramo; de esa manera se simbolizan las dos almas.
¡Ah qué señor, ahora quiere que le compre otro! – pensé.
De buena manera se lo pedí, dijo que era imposible. Por alguna razón los productores de las margaritas “gigantes” no le habían dado el par. Agregó que tendría que esperar el otro ciclo lunar para traérmelo.
— ¿Y a poco las flores van a resistir hasta que llegue el otro ramo?
Se alisó el mostacho y me contestó.
—Sí. Sólo tiene que meterlas en un florero de vidrio y ponerlas en agua, pero no es un agua cualquiera. —De su maleta sacó una botella con un líquido ámbar. —Agua y dos cucharadas diarias de este líquido, dará alegría a las margaritas y ellas se mantendrán lozanas.
¡Ya me tenía agarrado del cogote! ¿Y cuánto vale el frasquito?
Cuando se fue parecía moverse entre la multitud con la gracia de un maestro de danza. Arreglé el ramo, lo puse en el florero y puse las dos cucharadas del líquido ámbar. Ubiqué el florero en el mostrador y las ventas fueron cuantiosas. Ya entrada la noche una mujer con un traje de piel negro, ojos verdes y de cejas largas, exclamó:
— ¡Qué hermosas margaritas!, parecen recién cortadas, ¿dónde las compró? Me encantaría tener un ramo como ese. Yo vivo en el extremo de la ciudad, pero mi hermana que está enferma, vive cerca de aquí. Pedí permiso en mi trabajo para cuidarla.
Hoy he salido del negocio más de cuatro veces, es día de tianguis y la gente va y viene, pero él, el señor de cejas hirsutas, y que al caminar parece no tocar el suelo, aún no llega. |