Deseaba un día sin accidentados o intoxicados en la enfermería, esos casos que a uno lo fatigan más que cualquier simple engripado con cuarenta grados de fiebre. Por suerte no había nada de eso, solamente un chico de veinte años más o menos dormido o sedado sobre una camilla a la cual me acerqué por pura curiosidad o reflejo del oficio. La encontré limpia y sin manchas de sangre en las sábanas. Pero al verle la cara al chico un frío me recorrió el pescuezo. Era yo. Es decir, el chico que estaba en la camilla era yo, pero treinta años más joven, treinta años más joven que el yo de ahora. Lo supe por ese lunar sobre el labio, por las inconfundibles facciones y el peinado y porque era idéntico a mí hasta en la manera de estar dormido o sedado sobre una camilla.

Al principio no lo creí (o no lo quise creer) porque cualquiera diría que encontrarse con uno mismo en la enfermería es un escándalo que debe combatirse a toda costa. Di media vuelta como para escapar de ese súbito terror del destino mientras los otros enfermeros me miraban como extrañados. Pero enseguida volví al lado de la camilla, no podía irme a mi rutina, no podía ni tampoco me dejarían volver al colegio con tanto dolor en el vientre, a pesar de que en este hospital me tratan más o menos bien, me dan pastillas y me hacen dormir, sobre todo ese enfermero que no se despega de mi lado, a veces con esa cara de preocupación que da pena, pobre, y que me hace pensar en que me voy a salvar y no sé en qué más.



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