Voy caminando, merodeando entre las moles inmensas de piedra. Tal parece que soy la única persona en este lugar, sin embargo no me siento sola. Observan mis pasos muchos ojos vacíos. Son gigantes que miran a través de la oquedad de sus cuencas. Un viento casi huracanado las penetra emitiendo sonidos aflautados, fantasmales. Cientos de pedruscos van moldeando la expresión de sus rostros. Dioses casi inmortales que desde siempre cautivaron mi imaginación. Recorro el camino pulido, desgastado por los pies desnudos de los monjes. Me encuentro en Nepal? quizás México? o en aquel monte turco decapitado por el rey Antíoco para crear un santuario? Dá lo mismo, viajo entre Dioses todo el tiempo y aún ignoro el porqué.

Nacieron hace miles de años estos gigantes pétreos, -custodios del viento y la soledad-, vigilando que los peregrinos no cometan barbarie alguna. Voy descubriendo pequeñas flores salvajes. Han crecido rebeldes, muy bellas, escondidas en ciertos espacios, regalando su delicadeza, perfumando la piel de piedra de los Dioses.

Es un día bien extraño, amaneció entre rayos, truenos y chispas de fuego, al punto de haber dudado acudir. Pero acá estoy, empapada, en medio de un aguacero que me impide ver más allá de dos metros. Camino sin descanso, tal como el viento y los guijarros. Los Dioses miran mi figura desapasionadamente, parecen percibir lo que siento, aunque callan.
Decido quedarme todo el tiempo posible, hasta dar tal vez con el motivo por el cual me atraen tanto, esas cabezas ingentes que me observan.

La piedra en muchos lugares está carcomida, como si hubiesen sufrido de viruela. Toco cada marca con suavidad movida por la compasión, intentando reparar, cubrir con ternura sus desgastes, sanar mágicamente la erosión de siglos. Entonces parecen insinuar una tenue sonrisa, aunque probablemente son sólo imaginaciones.

Pasa la tarde, cesa la tormenta. Finalmente me alejo un tanto desanimada, porque el enigma sigue sin desvelarse.
Miro por última vez a las figuras, mientras las hojas ya secas, danzan en torbellino obsequiando una zarabanda erótica, en un intento utópico quizás por despertarlos.