Ojos color mar
Don Valentín y su esposa Sonia llegaron al caer la tarde a un hermoso paraje de la costa norte. Su intención era pasar unos días de asueto en un hotel donde vivió su hijo fallecido hacía dos años.
A la mañana siguiente, después de tomar su desayuno, salieron a conocer la playa cercana, poblada de esbeltos cocoteros y turistas.
Allí observaron un escaso público; algunos descansaban en la arena; otros compraban en los kioscos que vendían pescados fritos y mariscos.
De repente, vieron una niña de unos ocho años, de ojos azules y alborotado pelo, de rostro sucio y ajado vestido. Estaba sentada en la sombra con un trozo de pan en sus manos. Les llamo la atención el contraste de su belleza y su pobre vestimenta.
—¡Hola, bella! –la saludó la dama-. ¿Cómo te llamas?
—Valentina –contestó ella.
—¿Qué haces sola en este lugar? ¿Dónde están tus papás?
—Murieron. Vivo con mi abuelita.
—Me gustaría conocerla –le propuso Sonia- ¿puedes llevarnos a tu casa?
La niña dijo que sí y minutos después entraban a una vivienda muy modesta.
La abuela abrió la puerta y ellos se presentaron.
—Hola, soy Valentín Ortega. —hablo él— Conocimos a su nieta en la playa; me pareció una niña muy dulce, y quisimos conocerla. Estamos hospedado en el hotel y nos gustaría conocerlas mejor.
Mirtha, -ese era su nombre-, estudio las facciones del hombre y se preguntó qué pretendía la pareja, en realidad. Él le presento a Sonia:
—Ella es mi esposa. Desde que vio a Valentina le causó mucha simpatía.
—Me alegro. Solo quisiera tratarlos primero; no creo que sean malas personas, pero trato de tener cuidado con gente desconocidas.
—La entiendo, señora. Se vale desconfiar de quienes no conocemos.
A medida que hablaban la abuela empezó a cambiar su actitud porque le parecieron confiables; los invitó a pasar y conversaron animadamente. Él quiso saber más sobre los padres de la niña y le advirtió del peligro de que anduviera sola por la playa. Mirtha le explicó que habían fallecido y que ella era su única familia, y no podía tenerla encerrada en casa todo el día.
A medida que hablaba, mayor simpatía le provocaba la niña y la anciana a los esposos, quienes pensaban que eran dignas de mejor suerte. Luego se despidieron hasta una próxima ocasión.
De regreso al hotel, don Valentín y su mujer hablaron de cómo podrían mejorar la precaria situación de ellas. Concibieron un plan y las visitaron al día siguiente.
El encuentro fue muy ameno. Los adultos conversaron alegres, mientras la pequeña escuchaba atenta. Doña Sonia les propuso:
—Nos gustaría que vinieran con nosotros para la capital. Tenemos una casa amplia y desde que mi hijo Erick murió estamos muy solos. Pueden vivir con nosotros y apuntar a la niña en un buen colegio.
A ellas le gustó la idea. A la niña le llamó la atención que el hijo de la pareja se llamara como su padre y lo manifestó:
—¡Ah, se llamaba igual que mi papá! —dijo Valentina, y la pareja se miró sorprendida. Doña Sonia les explicó:
—Erick vivió una temporada aquí. ¿Sabes? Y tenía los ojos como tú. Por su memoria le rogamos que se vayan con nosotros: ¡ya verán qué bien nos llevaremos!
Mirtha pensó en su situación y su avanzada edad y lo que le esperaba a su nieta si moría. Además, si aceptaba la propuesta, sus vidas cambiarían; por eso dio el sí con la condición de mantener intacta su casa para volver a pasar algunos fines de semana.
Programaron el regreso para el sábado siguiente y a la hora acordada subieron al autobús. Todos iban felices. Valentina miró con nostalgia la playa que tanto disfrutó en su corta existencia y pensó en la suerte que tenían al conocer la pareja y que se interesaron por ellas y les brindaran su apoyo... por una razón que no tardarían en descubrir.
Alberto Vásquez.
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