Busco. Camino y busco. Reconozco esta casa que nunca vi.
Una habitación me atrae y especialmente esta antigua cómoda. Recorro sus bordes con las manos.
Sobre el mármol rosado veo el abanico. Un abanico de madera de palo santo, caladas sus varillas en perfecta filigrana formando arabescos, como cientos de diminutos ojos.
El agridulce olor, suave pero invasivo, me transporta y puedo observar todo como si estuviera colgada.
En el espejo del ropero, craqueladas sus aristas por el paso del tiempo, mi reflejo es un monigote. Esa figura tan perfecta que, se ve, está hecha por el hombre.
Delgada, simétrica y sin rostro.
La angustia me hunde.
El corazón martilla en mis oídos.
Miro mis propios pies y manos con temor, pero hallo los míos, humanos, terrenos.
Al insistir muda y urgente, en encontrarme en la lámina ajada del espejo, me veo.
Esta vez, mis ojos delineados en oro y añil. Las mejillas exageradamente rojas. Una filigrana de puntos multicolores adornan mi frente y mi nariz.
Debajo de los dibujos,
una tersa y blanca máscara sonriente, irónica, mía,
tallada en palo santo |