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Mon camina con una sonrisa tímida sobre el esplendoroso escenario del Palacio de Bellas Artes de México, aunque su semblante es triste y anida algo profundo, desconocido para los demás. Se toca el diafragma con las manos, como si éste le doliera por haber estado llorando durante un dilatado intervalo. Atrás, está su banda, roquera, y enfrente, su público, que la aclama como a una diosa. Pero no hoy. Mon está desgarrada. Ha adoptado para la ambientación el estilo flapper de una chica de cabaret de los años 20´s, con su vestido rojo de flecos, cigarrillo en la mano izquierda y un corte de cabello al estilo bob. Unas hermosas flores de tradición campeche le adornan la cabeza.

La banda comienza a tocar las notas del jazz “All of Me”, adaptadas a una clave melancólica de ritmo lento y letras renovadas. Mon asiente con la cabeza, aspira, y de su boca sale un espiral de desamor y espíritu abatido:

“Hoy volví
a dormir en nuestra cama,
y todo sigue igual.
El aire y nuestros gatos,
nada cambiará.
Difícil olvidarte estando aquí.
Oh, oh, oh."


La gente grita de la emoción. Un hombre exclama, limpiándose los ojos con un pañuelo: "Rómpele el corazón a un artista y serás su mejor obra de arte." Mon sigue cantando, impertérrita, una lágrima le baja por las mejillas:

“Te quiero ver.
Aún te amo y, creo, que hasta más que ayer.
La hiedra venenosa no te deja ver.
Me siento mutilada y tan pequeña.
Ah, ah, ah.”


Arrebatada, Mon se pierde en la música y comienza a recordar los copos de nieve que se desploman dulcemente sobre la hierba helada y que dan así por finalizada la estación de otoño en el sur de Chile. Más allá están, todavía más allá de los tejados rojos y las carreteras zigzagueantes y grises, clavados en la falda de la montaña, los bosques de olmos y cerezos que tiñen con un paisaje oscuro y desolador aquella Naturaleza austral.

–Levántate, Luis Alberto. –Se le acerca a la cama. Su aliento es dulce y las palabras fluyen de sus labios como un río cristalino de consideración y afecto. –Tienes que venir a ver esto.

Luis está recostado en una cama blanca poblada de almohadas barrigonas y cómodas que amparan su cuerpo enfermo. Sonríe, a pesar del tumor que le carcome los pulmones, y sabe que aquello es un pretexto más de su mujer para darle brío y valor. Se recuesta sobre el respaldar y suspira. ¡Pobrecilla, pobrecilla! ¡Si supiera cuánto la adoro! ¡Pobrecilla, pobrecilla, qué inocencia! ¡Se parece tanto a mamá! Luego solloza de la pronta tristeza. Ay, egoísta de mí, hombre sin transcendencia, que la haces sufrir con tus padecimientos. ¿Qué será de mi alondra cuando deje de cantar y por fin alce vuelo hacia la eternidad?

Afuera, una nube se posa entre la ventana, el lejano boscaje y la figura de Mon, su eterno orgullo. Fue su primer amor y acabó, quién lo diría, siendo el último. Luis Alberto captura ese momento y lo retiene con fuerza en su memoria. Me lo llevaré conmigo para siempre, susurra. Deja escapar un pequeño chillido, que Mon descubre y se apresta a acallar.

–Aguanta, Luis. –Le coge las manos. Las cejas se le han caído de lado; parece flaquear. –Saldremos de ésta, te lo prometo. Sé que te levantarás.

En los ojos de Luis Alberto se vislumbra un atisbo de rabia. Te odio, parece decir ante la contemplación del aspecto vigoroso de Mon, que le ofende. Mon lo capta y agacha la cabeza. Luis desiste y comienza lentamente a reprimir sus sentimientos.

Mon se dice a sí misma: “Luis, te entiendo. Tu alma es un torbellino de emociones por culpa de la medicación.”

Mon lo ama. Siempre lo ha amado. Fue el único hombre que le dio aliento a lo largo de su carrera, bueno, si se le había podido llamar “carrera”. Todavía recuerda cuando en el Metro de Santiago se burlaban de ella y muchos le decían que no tenía talento y que dejara de ser una vergüenza para su familia. “Búscate un trabajo honesto”, le decían.

Pero Luis Alberto sabía que aquello no era cierto; al contrario, a pesar de no tener un oído entrenado, intuía que sus dotes de canto eran extraordinarios y le hacían confiar en ella.

–Nadie es profeta en su propia tierra –la animaba; muchas veces escapando de la lluvia y los relámpagos.

–En México será distinto –le dijo Mon–. Tiene una rica tradición de música popular y folclórica. Y yo seré popular. Así tenga que quedarme sentada en este Metro, cantando día y noche, hasta que logre reunir dinero para pagarme el viaje. No importa lo que pase, o cómo la pase, no me moveré de aquí.

En medio de estos recuerdos, de pronto, una mujer irrumpe en el escenario y grita: “Él siempre dijo que me amaba y prometió que nunca me abandonaría.” Mon, al escuchar esto, se toca el vientre y llora aún más, mientras alcanza su nota más alta con impresionante fuerza:

“Ven y cuéntame la verdad.
Ten piedad.
Y dime, ¿por qué?
No, no, no, oh, oh.
¿Cómo fue que me dejaste de amar?
Yo aún podía soportar
tu tanta falta de querer.”


El público está enloquecido. Pero Mon se imagina aquellos momentos últimos que vivió con Luis Alberto. Cierra los ojos y aprieta los labios. Ve cómo Luis Alberto intenta enrollarse en su cuello con la intención de alzarse de la cama; sin embargo, una presencia nigérrima se le aparece de frente y acaba por envolverle todo su campo de visión; se asusta y esto le provoca un breve desvanecimiento. Mon se agita, y por un momento se siente abatida. Logra evitar la caída de Luis Alberto, que vuelve en sí tras saborear el olvido y el descanso profundo de la muerte. Ahora no parece tener ya más miedos ni temores ni dudas acerca de su futuro. Una luminiscencia en la oscuridad le ha mostrado el camino y siente que todas sus dolencias, todas sus preocupaciones y todas las banalidades de la vida no existen más que en su pasado convulso, hoy lejano. Sube la mirada y se encuentra con la de Mon, que hipa de la consternación y se esmera por levantarlo.

–¿Así que te presentarás en el Palacio de Bellas Artes? –pregunta Luis, vuelto a la vida.

Siente lástima por Mon, pues descubre que ésta ha estado luchando consigo misma y que sufre, incluso más que él, debido al agotado proceso de su enfermedad, un cáncer de pulmón. La ve menoscabada. No hace un año parecía una mujer vivaracha y risueña, sonrosada de pómulos y de cuello grácil y terso. En cambio, ve a una mujer seria y alejada de cualquier entretenimiento. Da la impresión de que la enferma es ella. Se culpa una vez más. Por un momento piensa que aquello es injusto, que Mon no merece digerir sus dolores ni llorar sus angustias, pero en el fondo encuentra consuelo en su sufrimiento. Gime de nuevo. No se lo merece, susurra mientras menea la cabeza de lado a lado. ¡Cuánta vergüenza siento! ¡Mi vida entera puede resumirse en una sola palabra: Ingratitud! Sería mucho mejor que ella me abandonase y se olvidara para siempre de mí. Decide hacer un último esfuerzo no tanto para complacerla sino para que pueda actuar como un verdadero hombre. Se alza y se dirige con ella hacia la ventana.

–Sí, me presentaré ante un gran público, uno como el que tú siempre dijiste que me merecía –le responde con leve alegría Mon.

Luis sonríe con timidez. Qué buenos momentos los que hemos vivido, se dice. Sus ojos ya no son los suyos sino los del Destino. Sabe que tiene que hacer lo que tiene que hacer. Lo hará sin más contratiempos. Ella necesita volar, subir tan alto como Ícaro entre las nubes y el Sol.

–Mon –le dice–, no quiero que vuelvas a verme.

Ésta se queda petrificada. No halla qué decir. “Otra vez los medicamentos”, especula.

–Luis, amor, cálmate. Entiendo que esto se debe…

–¡Silencio! –la ataja Luis, indignado–. Cállate, por favor, y vete.

–Luis…

–¡Vete, maldita sea! ¡Lárgate, mujer del demonio! ¿Acaso no lo entiendes? Te odio, ¡siempre te he odiado!

Luis grita como si estuviera alterado de la conciencia, al punto de atraer al personal sanitario; de pronto fija su vista, a través de la ventana, en una manta personalizada que se ubica en las afueras del hospital. Ésta tiene impresas las siguientes palabras: “Gracias por todo, Luis Alberto”. Son palabras de agradecimiento que Mon ha preparado minutos antes, a su llegada, y el motivo por la cual ella insistía en que se levantara. Sabe que no son simples palabras sino la expresión más pura de lo profundo de su alma. Sus ordenanzas son puñales en el corazón de Mon, que es retirada a la fuerza de la habitación por los enfermeros.

“Hace un mes
solía escucharte y ser tu cómplice.
Pensé que ya no había nadie más que tú.
Yo fui tu amiga y fui tu compañera.
Ah, ah, ah.

Ahora dormiré
muy profundamente para olvidar.
Quisiera hasta la muerte, para no pensar.
Me borro pa' quitarme esta amargura,
ah, ah, ah."


En el palacio, la cámara enfoca desde abajo el rostro sublime de Mon, cuyo canto de cisne quebrantado confiesa su dolor que desciende profuso por dos cascadas lagrimosas, en tanto sostiene su corazón sangrante en la mano, y convierte ésta imagen en un ícono de la cultura popular de todos los tiempos. Mon lo ignora, pero pregona sus recuerdos a toda potencia:

"Ven y cuéntame la verdad.
Ten piedad.
Y dime por qué…
No, no no, oh.
¿Cómo fue que me dejaste de amar?
Yo aún podía soportar
tu tanta falta de querer."

Mon está tan dolida y su semblante tan vacío, que no puede cantar los últimos versos. Le duele demasiado el vientre, le duele demasiado el corazón. Sus manos están caídas y parece un ser desvalido y sin alma. Pero el público está ahí, emocionado por su presencia y por su dramática interpretación, sabiendo que entre ellos está ese amante despreciado, esa esposa engañada, ese novio sufrido, esa mujer abandonada, esa separación injusta, ese hermano traicionado, ese hijo ingrato, ese padre indolente, esa madre desnaturalizada, ese ser querido que llora de impotencia ante nuestros ojos; al unísono, miles de voces acaban la canción por ella, que alza la cabeza, en silencio, volando con su desamor hacia el cielo.

“Ven y cuéntame la verdad.
Ten piedad.
Y dime ¿por qué?
No, no no, oh.
¿Cómo fue que me dejaste de amar?
Yo aún podía soportar
tu tanta falta de querer.




Música: https://www.youtube.com/watch?v=5R1RGl4WQP8

Nota: Caracteres ficcionales que no corresponden a la realidad.

Texto agregado el 27-03-2023, y leído por 401 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
29-03-2023 Me encantó, hasta creí verlo representado en una obra de teatro, felicitaciones. Saludos ome
28-03-2023 Genial.me encantó. Tete
27-03-2023 —Del cuánto puede decir una canción y del cómo la puede interpretar el que la oye cantar. —Esta es una de las tantas letras de Mon que pueden dibujar situaciones en el oido y mente de quien escucha. —Valentino, con sólo una palabra quiero expresar mi calficación para estas letas: ¡Excelente! —Saludos. vicenterreramarquez
 
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