Cavilo con una lupa en la mano que proyecto en un espejo sin fin, en cuyo reflejo puedo ver un ex libris impreso en tercera dimensión con mis memorias que se reproducen, dolorosamente vívidas, en un carrete interminable de celuloide, dejándome sin más opción que aborrecer todo aquello en lo que he creído hasta ahora. Enigmáticos símbolos configuran un sol de ojos bermellones que arroja de su boca la silueta de un incubo flotante que personifica el calor insoportable de los trópicos; se oculta entre nubes de polvo mientras castiga con furia las calles maltrechas, haciendo sufrir a los caminantes, y sobrevuela el largo de sus orillas, congestionadas de cadáveres con fauces negras, casas derruidas y sin puertas, que gritan de penuria y sumisión a poderes políticos y grupos fácticos. Debajo de un ramaje salvajemente agreste, estoy yo, empapado de sudor, conduciendo mi coche rumbo al aeropuerto. Como en el mundo real, nada parece funcionar como debe ser.
Me acompaña mi viejo, hombre perspicaz y sabio, de nariz aguileña y judaica que él mismo desconoce. Ay, mi viejito, ¿qué puedo hacer por usted, mi santo señor? Va sentado plácidamente en la butaca del copiloto y lee una novela rusa de sus tiempos de juventud, “El destino de un hombre”, de Miguel Sholojov, una obra literaria desgarradora que habla sobre las injusticias y la crueldad de la guerra, así como de la capacidad de redención por medio del amor, la paciencia y el sacrificio. Su traducción al español me parece mucho mejor elaborada que el texto escrito en su idioma original. Por supuesto, lo que sugiero con esta digresión es una soberbia gilipollez que sólo mi amor por la lengua hispana es capaz de hacer eructar, ya que desconozco el idioma ruso. Mi padre se la había traído consigo desde Moscú una vez acabada su carrera en la Facultad Internacional de Sindicatos.
También me acompaña mi mujer, una chica dulce y rubia. Va junto a los niños en la butaca trasera, llorando, con las manos recogidas en el pecho, porque presiente que aquel día será el último en que nos veremos. En las próximas horas tomará un vuelo hacia Europa, donde ha de asentarse de por vida. Su llanto es un canto al olvido: No volveremos a vernos ni a estar juntos como familia. Ahora se culpa por la resolución que durante meses nos habíamos fijado, una categórica a la vez que despiadada. Con los ojos puestos en el retrovisor, le recuerdo que, como seres pensantes que somos, estábamos obligados a tomarla, como cuando ella se empeñaba en creer que no existía más salida que elegirla y arriesgarlo todo con ello, siempre presionados por el caluroso desvelo de la noche.
Mis manos están sobre el volante. Echo otro vistazo a los críos y descubro su ignorancia de los hechos trascendentales que van ocurriendo. Pero pienso más en el sufrimiento de la madre, en el futuro que se avecina, por ningún lado luminoso –el rostro serio de mi padre opina lo mismo– y en la fractura del templo conyugal que cede ante la carencia de uno de sus pilares. Ella se aferra a los párvulos a viva fuerza, en tanto que ellos, incomodados, luchan por desprendérsele.
En aquellas noctámbulas deliberaciones, si los planes resultaban como los habíamos previsto, una nueva vida, plena y holgada, se abriría ante nuestros ojos. Era una gran apuesta existencial. Debíamos jugarla a conciencia. Creo que yo era el único que estaba consciente de que no sopesábamos el escenario con la precaución de la madurez sino con la impulsividad de la juventud y del que está a punto a morir. Nos decíamos que sería mejor arrepentirse del error que cargar en la conciencia con esa sensación de haber sido unos cobardes que nunca se atrevieron a hacer algo admirable. No queríamos que nuestros hijos nos juzgaran y nos tomaran por seres débiles que corren a esconderse cuando un problema serio se les presenta.
“Mírennos, padrecitos, agradezcan a su cobardía la desdicha de habernos convertido en unos miserables. Su miedo y memez les impidieron conseguirnos un mejor tablero de juego.”
Su callado juicio nos avergonzaba. A mí principalmente. Yo consideraba que era justo que ambos como pareja sufriéramos las consecuencias de vivir en un país maldecido por la estupidez atávica de nuestros ancestros y de la nuestra. Lo justificaba con el recital de aquel viejo dicho: “Los pueblos tienen a los gobernantes que se merecen.” ¿Pero qué culpa tienen nuestros hijos de tener unos padres imbéciles? Ninguna. Se precisaba que salieran cuanto antes de este estado de cosas para enviarlos a uno nuevo, más desarrollado, el Primer Mundo, no fuera que se convirtieran en tontos peores que nosotros. Mi mujer sería el salvoconducto. En este punto, yo he diferido un poco del idealismo migrante que románticamente concibe que irá a enriquecerse en pocos años bajo el cobijo de una flamante tierra. En primer término, porque nunca me han importado las riquezas (Divitiae bonum non sunt, como diría Séneca), sino la seguridad, el buen clima de inversión, un sistema político transparente y una menor brecha entre ricos y pobres. En segundo lugar, porque no quiero pecar de egoísta. Tengo (tenía) esa idea de que mis hijos –y los hijos de la diáspora–, una vez educados en el exterior, regresarán como un ejército de nobles que se dará a la tarea de arreglar todo lo que estuviera mal. Sueño (soñaba) como cuando Moisés vio por primera vez de lejos, con los ojos llenos de esperanza, la dulce tierra de Canaán.
Este razonamiento, claro está, es irracional, también una de mis mayores equivocaciones, y la causa que me hizo descubrir quién soy.
Bajamos del auto y entramos a la terminal. Le digo a mi mujer que se apure y haga el registro antes de que la multen en el estand de la aerolínea. La hora se aproxima y no habrá forma alguna de arrepentirse. Me abraza y no para de llorar. Los chicos, que han estado indiferentes de lo que ocurre, se agazapan a su alrededor, le cogen la falda y también echan a bramar. Mi padre luce tranquilo y en calma, igual que yo.
–Hay que ser fuertes, querida –le digo en una frase de manual, mientras la envuelvo con mis manos.
Estoy conmocionado, confundido, incapaz de razonar con deferencia.
–Esto es por el bien de la familia –añado.
Se detiene por un momento y me mira:
–Lo sé, lo sé –contesta mientras se da golpecitos en la frente y se suena la nariz, que le impide hablar con soltura debido a la congestión nasal–. Simplemente no me lo esperaba de esta manera. De verdad que no creí jamás que sería tan duro. Mi corazón no puede más. No lo soporto. Ay, mis hijos, mis pobres hijitos. ¿Quién los cuidará mejor que su desgraciada madre?
Y vuelta a deshacerse en lágrimas. Besa a uno y al otro, descomedida. La aparto y la tomo de los hombros y le reprocho con el rigor de hombre:
–Sonia, no podemos dar marcha atrás. Apéguese al plan. Seguro estoy que pronto estaremos con usted.
Se echa a lamentar con más intensidad. No logra controlarse. Los niños siguen su ejemplo.
Mi padre, con sus ochenta y tres años de sabiduría, que hasta entonces se protegía en la sombra de una torre publicitaria, se acerca para darnos un consejo de aliento:
–No estén tristes. Todos volverán a estar juntos en un año. Se los prometo.
Es el momento más doloroso de nuestras existencias. “¿Qué nos queda, amor mío?”, pregunta mi mujer, ahogada en sus propias lágrimas. “¿Qué nos queda?” No sé qué responderle. Mi cara se ensancha y parezco un tarado, un idiota. No lo sé, me digo. Quizá nos quede un futuro brillante en el extranjero para los críos, pienso, o una familia rota, o un halo de depresión en las habitaciones de la casa, tal vez me eche en los brazos de otra mujer para consolarme, o puede que los niños y usted enfermen de gravedad y yo no sepa qué hacer, también se puede barajar el caso de que malas compañías y mi pobre supervisión hagan de los niños unos monstruos criminales, o a lo mejor razone bien mis ideas políticas y compruebe con mis ojos y no con mis oídos si mis aliados me engañan al procurarme espejitos ideológicos del pasado en vez de una economía avanzada, ¡qué sé yo, maldita sea! Solo soy un hombre cobarde, estúpido y débil.
No soy capaz de repetirlo, como tampoco soy capaz de dedicarle un adiós. Tengo miedo. Sujeto a los niños de la mano y se los arranco, con brusquedad; me doy la media vuelta y, con la cabeza gacha llena de vergüenza y angustia, me marcho sin proferir palabras. La abandono en la estación del aeropuerto. Mi padre sí logra despedirse.
Dejo de cavilar y cierro los ojos; no deseo seguir viendo en el ex libris las palabras de mi mujer que se repiten sin parar en el carrusel:
“¿Qué nos queda?”
“¿Qué nos queda?”
“¿Qué nos queda?”
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