Deeini, mi hermana de Rubén García García
Deeini era ágil y ligera. ¡Hasta parece que escucho su carcajada! Corríamos hasta el punto más alto. Ella veía a lo lejos la silueta del río, la arena de color canela y las piedras encimadas, donde mi madre solía lavar. Me acariciaba los cabellos con las uñas diciendo cuanta cosa se le ocurría y de regreso me mostraba unas hojas, «Es la flor de noche buena. Son verdes y en diciembre se vuelven rojas para celebrar el nacimiento del niño Jesús».
El río semejaba una culebra de fulgores. Cuando las mulas de los arrieros lo atravesaban, sabíamos que se tendería el mercado. Mamá, buscando las especies, papá, los arreos para el caballo, mi hermana las peinetas, pasadores y cosas para colgarse en las orejas; yo, andaba a la caza de las canicas.
Dormíamos juntos en la choza cuando escuché a mamá gritándole.
—¡Levántate, levántate!
Al darse cuenta que seguía acostada, la zarandeó de su trenza.
— ¡Qué! ¿No oyes?
Le di mi camisa de franela para que se cubriera, pero mamá volvió a apresurarla. Ella solo se defendió del frío con sus brazos. Papá llegó dando tumbos y puso de pie a mamá para que le diera de cenar. Deeini regresó temblando y en sus manos traía el aguardiente que mi papá reclamaba. Estornudaba.
En la mañana, mi madre le puso la mano sobre la frente. ¡Por Dios! ¡Está ardiendo! Con rapidez cortó del patio cáscara de árbol de chaca y albahaca, las martajó en alcohol y agua y le puso lienzos. Para la media noche tosía con dolor, al respirar sumía la panza, el pecho le gorgoteaba y una espuma del color amarillo le salía de la boca. Los ojos estaban secos e idos y su nariz aleteaba. Papá fue al pueblo grande por el médico. Cuando llegó, aún estaba tibia, pero ya no respiraba.
Mi madre se hincaba frente al doctor.
—¡Regrésemela doctorcito! ¡Le pago lo que quiera, ándele no sea malito! ¡Regrésemela, por lo que más quiera! ¡Por lo que más quiera!
Llovía finito y el camino se hizo chicludo. Los sollozos de mamá eran los míos. Desde el cementerio veía el camino por donde corríamos.
La tristeza no se va como lo hacen las semillas que vuelan con el viento. lloro a diario, pero nadie me ve, porque lo hago hacia adentro. Cuando voy al monte por leña, me voy por el sendero para recordar a mi hermana; y al regreso, mamá me dice siempre lo mismo. ¿No quieres agua?
¡Hoy veré a mi hermana! Será el día de los santos difuntos. Dice la abuela que el primer día llegan los niños. Todos están atareados. Papá haciendo el altar, mamá los tamales y la abuela haciendo el pan. En una labor de dos días, todos estamos esperando que lleguen a degustar la ofrenda. Yo fui por “lupitas” que es el fruto silvestre que a mi hermana le gustaba.
¡El altar ya está terminado! Las hojas de palmilla lo revisten; son de un verde intenso y brillante, las flores alfombran en ramos el cielo y también los pilares. De entre las hojas cuelgan las naranjas, mandarinas, limas como si salieran de las ramas. Sobre la mesa las veladoras con su luz de cobre y los alimentos que saboreaban en vida los difuntos. Para mi abuelo dulce de calabaza, terrones de panela para una tía, y para mi hermana las lupitas. Una se la abrí y la otra no, para que se la llevara de regreso. ¡La estaré esperando!
A media noche veo cómo llega una luciérnaga y se posa sobre mi brazo, camina hasta alcanzar la mano y después vuela en zigzag. Me despierto, ¡había prometido no dormir para verla…! pero me ganó el sueño. Sin hacer ruido voy hacia el altar, a la luz de las velas compruebo que las lupitas están en el mismo sitio, nadie las ha tocado; o sea que quizás Deeini no encontró el camino, no la dejaron venir o, lo peor, no quiso. No sé, no sé. Con paso veloz decido ir rumbo al sendero. A la mitad del recorrido se abre la mañana.
Veo el río que culebrea y el viento sacude mi cabello. Voy al lugar, en el que mejor siento a mi hermana; es un rincón escondido donde las enredaderas se tuercen formando un cielo de hojas y cuelgan de un amarillo intenso los frutos que al abrirse dan la dulce semilla y dentro se dibuja la imagen de la virgen de Guadalupe. No puedo callar y grito con todas mis fuerzas, pero sólo escucho mi gemido. Salgo del escondite llorando. Con mi pequeño machete desgajo con coraje las hierbas del camino y en el aire se respira el perfume de la flor de cempasúchil; vuelvo mis ojos a la hondonada y diviso que en el centro de la maleza, justo en el corazón está la floración exuberante de las nochebuenas. |